En la vida hay pocas cosas peores que ser un cutre. Una de ellas es ser un miserable. Caminar por la vida pidiendo dividendos a todo quisqui o como dice Marta D. Riezu en su libro Agua y Jabón, "El miserable (a diferencia del tacaño, que sufre en solitario) entorpece y amarga la vida a los demás por dos duros." Porque el miserable no sabe disfrutar, pero tampoco deja que los demás disfruten. Es el que repasa la cuenta para saber si alguien ha tomado un vino de más, el que se escaquea de pagar en los regalos comunes o el que vive en el bajo y no quiere pagar ascensor en los gastos de comunidad.
En mi vida me he cruzado con varios y siempre me he jurado y perjurado no caer en la tentación de ser como ellos. La relación que uno tiene con el dinero es algo muy personal que posiblemente viene marcado por la educación que nos han dado desde pequeños. En mi casa siempre he visto que con amigos y familia no se discute por dinero, se invita y punto. Unas invitas y otras te invitan. Pero jamás he visto a nadie sacar la calculadora para ver lo que se ha pedido. A la hora de meterse la mano en el bolsillo para pagar la cuenta, mi abuelo parecía rescatado de un Western americano. Mi padre es de los que se acercan discretamente a la barra y pagan lo que se debe antes de que la cuenta llegue a la mesa. Ambas son técnicas muy diferentes pero igual de resultonas.
Ocurre algo parecido con las propinas. Estoy cansado de escuchar vulgaridades como "a mí no me dan propinas por mi trabajo" o "si tuviera que dar propinas a cada uno que hace bien su trabajo estaría arruinado". Las propinas no se dan porque sí. Para mí son una forma de estar en el mundo. La propina a un taxista cuando redondeas el importe es una forma de decir "gracias por ayudarme a sacar la maleta o darme un buen consejo de la ciudad". La propina cuando te traen la compra a casa (sí, hacemos una compra gigante al mes), es una forma de decir, "gracias por echarme una mano metiendo las bolsas hasta la cocina". Y la propina cuando pagas el café en el bar de siempre es una forma de decir "acuérdate de mí si un día te pido mesa y tienes todo reservado". A mí me encanta esa forma de transacción. La encuentro simpática, humana y muy propia de países mediterráneos. Nadie puede pensar que es arrogante dar pequeñas propinas por la vida. Sin embargo el ritmo de vida al que estamos enchufados en las ciudades está consiguiendo que nuestra relación con el dinero y las personas sea muy diferente. Reservar taxis por cabify, pedir comida por glovo o dejar propinas en forma de review en Google porque así lo prefiere el propietario del local.
Me he vuelto un poco "malote" y como respuesta a este frenesí tecnológico he decidido volver al cajero e ir por la vida con cash en el bolsillo. Estoy de acuerdo que es sucio, poco práctico y que favorece la economía sumergida. Además huele a trapi que mata. Pero tengo que reconocer que hay pocos gestos más honestos que meterse la mano en el bolsillo para dar una propina. Sea del importe que sea, alguien que da propinas, no puede ser un miserable.
Feliz Martes