lunes, 10 de abril de 2023

El último Vikingo

Aterrizar en Islandia es como darle al botón "pause" en la película de nuestras vidas. De repente parece que no pasa nada, pero en realidad lo que ocurre es que pasa absolutamente todo. Porque en Islandia te sientes vivo con cada pestañeo. Una isla en el círculo polar ártico que cuenta con uno de los climas más hostiles del mundo. Lluvia torrencial, temperaturas bajo cero, vientos de 120 km/hora, y si tienes suerte, algún rayo de sol. Si además a este cóctel meteorológico le sumas que hasta bien entrada la primavera no tienen más de 5 horas de luz al día, el resultado es que "como en casa en ningún sitio". Y eso lo supo entender muy bien IKEA, pero también los islandeses, que permaneciendo tanto tiempo en casa han logrado uno de los índices de natalidad más altos de Europa. 

El domingo montamos Carla y yo en un jeep para descubrir durante una semana todo el sur de la isla llegando hasta el glaciar de Jokulsarlon. La palabra inhóspito define perfectamente el entorno de un país donde los volcanes, cascadas y senderos de lava son el decorado permanente de los 100.000 km cuadrados de isla. Esto hace que tengas que ser muy previsor en muchos aspectos. El primero de todos es la gasolina. El segundo es el agua y el tercero es el pis. Los tres pilares de la auténtica salud si no quieres pasar apuros en tu viaje a Islandia. El precio de la gasolina se compensa con el del agua, que es gratis en todo el país. Así que aprovecha a llenar tu cantimplora cuando pares a repostar en uno de las pocas áreas de servicio que encontrarás en cientos de kilómetros. Lo mismo ocurre con los baños. Aunque es un país que pide hacer un pis en la cuneta mientras contemplas la belleza de sus paisajes, conviene tener cuidado y esperar a encontrar un baño público o gasolinera si quieres evitar una multa. 

 Islandia es un país caro. Y la cerveza siempre es un buen parámetro comparativo. En este país una caña  cuesta 10 euros de media. Pero si tienes cuidado con el alcohol (es más caro de lo normal), probar su gastronomía local vale la pena. Especialmente el pescado. No nos olvidemos de que esta gente aunque haya cambiado los caballos por todo terrenos Monster Truck, siguen siendo vikingos. En un restaurante de pescadores de Reikjavik probamos por primera vez la ballena y nos supo a gloria bendita. Su sabor de primeras es muy similar al de un bistec a la plancha, pero después de masticarlo se queda un sabor fuerte que es más parecido al hígado que al pescado. También disfrutamos del salmón a la parrilla en un restaurante llamado Messin que nos habían recomendado y el bacalao en formato Fish&Chips que no tiene nada que ver con lo que había probado antes. Además, descubrimos un horno llamado Braud and Co cerca de la catedral de la capital donde los locales hacían cola el fin de semana para comer su especialidad dulce: El Cinamon Roll. Casi lloro. Si te gusta la canela, comerse uno de esos es pura fantasía. 

Viajar a Islandia no es como viajar a una capital europea. Aquí el paisaje cambia de una estación a otra, y por lo tanto el planning es totalmente diferente. Los amantes de las camper y el trekking visitan el país en verano mientras que aquellos que van a ver auroras boreales y nieve van en invierno. Nuestro caso era, como no podía ser de otra forma, el punto medio. Jugar con el azar. El límite entre cuando termina el invierno y empieza la primavera. El riesgo de no ver nieve ni auroras y tampoco el sol y paisajes verdes. Y si tenemos en cuenta nuestro curriculum meteorológico de viajes anteriores, cabían muchísimas posibilidades de volvernos a casa sin ver las auroras. 

La semana con mayor actividad solar y en la que se habían visto las mejores auroras del año fue justo la que íbamos a ir inicialmente, justo antes de que me contrataran en el colegio y tuviéramos que cambiar el vuelo para que coincidiera con las vacaciones de Semana Santa. Al cuarto día de jugar a ser "northern light hunters" y salir de noche con el jeep y la aplicación móvil en busca de auroras como si fuéramos Bill Paxton y Helen Hunt en la película Twister, decidimos contratar un guía que nos llevase hasta el spot clave. Y así, a 48 horas de volar de vuelta a España, sucedió. En el minuto 90, como el Real Madrid de las grandes noches europeas. A las 23.30h de la noche del jueves bajamos de la furgoneta en un acantilado a -5 grados. Miramos al cielo mientras sujetábamos un chocolate caliente y ahí estaba. Un destello de luz verde que hacía que todo tuviera sentido. Apenas unos segundos, lo justo para respirar hondo, posar en una fotografía y sentir que ése es el lugar en el que deberías estar. Porque tal y como dice Federico Luppi en la película Un lugar en el mundo, cuando uno encuentra su lugar, ya resulta imposible irse. 












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