martes, 19 de marzo de 2024

Las propinas y los miserables

En la vida hay pocas cosas peores que ser un cutre. Una de ellas es ser un miserable. Caminar por la vida pidiendo dividendos a todo quisqui o como dice Marta D. Riezu en su libro Agua y Jabón, "El miserable (a diferencia del tacaño, que sufre en solitario) entorpece y amarga la vida a los demás por dos duros." Porque el miserable no sabe disfrutar, pero tampoco deja que los demás disfruten. Es el que repasa la cuenta para saber si alguien ha tomado un vino de más, el que se escaquea de pagar en los regalos comunes o el que vive en el bajo y no quiere pagar ascensor en los gastos de comunidad. 

En mi vida me he cruzado con varios y siempre me he jurado y perjurado no caer en la tentación de ser como ellos. La relación que uno tiene con el dinero es algo muy personal que posiblemente viene marcado por la educación que nos han dado desde pequeños. En mi casa siempre he visto que con amigos y familia no se discute por dinero, se invita y punto. Unas invitas y otras te invitan. Pero jamás he visto a nadie sacar la calculadora para ver lo que se ha pedido. A la hora de meterse la mano en el bolsillo para pagar la cuenta, mi abuelo parecía rescatado de un Western americano. Mi padre es de los que se acercan discretamente a la barra y pagan lo que se debe antes de que la cuenta llegue a la mesa. Ambas son técnicas muy diferentes pero igual de resultonas. 

Ocurre algo parecido con las propinas. Estoy cansado de escuchar vulgaridades como "a mí no me dan propinas por mi trabajo" o "si tuviera que dar propinas a cada uno que hace bien su trabajo estaría arruinado". Las propinas no se dan porque sí. Para mí son una forma de estar en el mundo. La propina a un taxista cuando redondeas el importe es una forma de decir "gracias por ayudarme a sacar la maleta o darme un buen consejo de la ciudad". La propina cuando te traen la compra a casa (sí, hacemos una compra gigante al mes), es una forma de decir, "gracias por echarme una mano metiendo las bolsas hasta la cocina". Y la propina cuando pagas el café en el bar de siempre es una forma de decir "acuérdate de mí si un día te pido mesa y tienes todo reservado". A mí me encanta esa forma de transacción. La encuentro simpática, humana y muy propia de países mediterráneos. Nadie puede pensar que es arrogante dar pequeñas propinas por la vida. Sin embargo el ritmo de vida al que estamos enchufados en las ciudades está consiguiendo que nuestra relación con el dinero y las personas sea muy diferente. Reservar taxis por cabify, pedir comida por glovo o dejar propinas en forma de review en Google porque así lo prefiere el propietario del local. 

Me he vuelto un poco "malote" y como respuesta a este frenesí tecnológico he decidido volver al cajero e ir por la vida con cash en el bolsillo. Estoy de acuerdo que es sucio, poco práctico y que favorece la economía sumergida. Además huele a trapi que mata. Pero tengo que reconocer que hay pocos gestos más honestos que meterse la mano en el bolsillo para dar una propina. Sea del importe que sea, alguien que da propinas, no puede ser un miserable. 

Feliz Martes 



martes, 30 de enero de 2024

Historias alrededor de una mesa

Hace unas semanas y por pura coincidencia, estuvo comiendo en casa de mis padres mi amigo Sarp. Él iba a Zaragoza por motivos profesionales y yo de visita familiar. Verse era la mejor excusa para sentarnos alrededor de una mesa y poner en práctica uno de esos rituales que tanto le gusta a mi familia; disfrutar de un ternasco al horno y un buen vino compartiendo grandes historias desde el aperitivo hasta la sobremesa. De pronto la mesa se convierte en un simposio de aromas a jarrete asado, gran reserva y tomate fresco. No tardaron en llegar los clásicos indispensables en un reencuentro. Esas anécdotas que conservamos desde aquel viaje universitario a Croacia y Eslovenia, donde nos conocimos Sarp, Ozan y yo con apenas 22 años. 

Desde entonces hemos forzado multitud de reencuentros en diferentes idiomas y países, posiblemente fruto de nuestro camino por la vida. Madrid, Sevilla, Milán, Zaragoza, Londres, Barcelona y Estambul. Nos conocimos en inglés, pero poco a poco esto fue cambiando especialmente con Sarp, que se enamoró de la cultura española y aplicó para cursar un año de Erasmus en Sevilla. Siempre recordaré cuando fui a visitarlo y me lo encontré en el bar donde habíamos quedado hablando un perfecto español con acento andaluz. Era un acento muy pausado y algo aspirado, como es él. En ese momento yo tenía una novia francesa que chapurreaba español y durante una semana en Sevilla hablamos en un dialecto muy extraño que combinaba el inglés, el español andalusí y el chapurreao transalpino a partes iguales. 

Al año siguiente vinieron Sarp y Ozan a mi casa a pasar las navidades y descubrieron que en mi familia la nochebuena no sólo es un motivo de celebración religiosa, sino de algo más grande: es una exaltación de la vida. Y cuando empezamos no sabemos parar. Comenzamos bendiciendo la mesa y terminamos bailando una conga improvisada con los vecinos argentinos del piso de arriba en Gran Vía, a los que también les encantaba celebrar la vida a tragos. La escena parecía sacada de un film de Francis Ford Coppola. Turcos, españoles y argentinos salíamos por la puerta de un octavo piso cogidos por la cintura y entrábamos por la puerta de servicio de la séptima planta mientras sujetábamos un pitillo y una copa de champán. La casa se llenaba de fiesta, de música y de bailes hasta bien entrada la madrugada. Cabían todas las generaciones. En mi familia todo el mundo era bien acogido siempre y cuando trajera consigo la mejor de las actitudes y una buena historia que contar. Desde ese día y hasta hoy, no hay nochebuena en la que no me escriban para felicitarnos la navidad y la buena vida a toda la familia. 

Dos veranos después, mi amigo Roque y yo planeamos una visita a Turquía para recorrer juntos una parte del país durante 15 días. El viaje empezó como empiezan las grandes aventuras. Descubriendo su vida nocturna guiados por Ozan y dos amigas suyas que nos esperaban en la terminal del aeropuerto de Estambul. Cerramos los bares al amanecer y con la maleta en la mano cogimos un taxi compartido rumbo de nuevo al aeropuerto para volar hacia Ankara. En ese taxi con más de 10 personas que iban subiendo por el camino pasaron dos cosas que marcaron mi recuerdo del viaje para siempre: la primera fue capturar los primeros rayos de sol iluminando el Bósforo mientras atravesábamos el estrecho de Estambul dejando atrás Europa para adentrarnos por primera vez en Asia. La segunda, y bastante condicionante para el resto del trayecto, fue descubrir al bajar del taxi que le habían robado las gafas de ver a Roque mientras dormíamos la mona en los asientos traseros. Esto me convirtió en su lazarillo durante las próximas dos semanas que duraría el recorrido. Presenciamos unas elecciones generales en Ankara, viajamos más de 20 horas en autobús hasta Bodrum dejándonos tirados en una aldea del desierto de Nazzili porque nuestro billete no cubría el viaje entero. Nos agujereamos la oreja en un puesto de la calle Taksim y perdimos el vuelo de vuelta a España por haber estirado la noche más de lo que debíamos.

Pero las mejores historias llegan siempre al final. Con los postres y el café recordamos la navegada de 2016 cuando cruzamos desde Cambrils a Ibiza en un velero de 36 pies capitaneado por un skipper de 55 años con delirios de "bajeza". La verdad que esto daría para otro capítulo, porque nos jodió las vacaciones a todos, pero nos regaló algo que hoy en día vale su peso en oro: un buen puñado de historias para una larga sobremesa.

Feliz martes.


sábado, 27 de enero de 2024

Disfruten lo votado

 Esta semana descubrí en clase lo que era el unicornio dorado del Gobierno de Sánchez. El famoso "Bono Cultural Joven" que tanto trae de cabeza a una gran parte de la derecha de nuestro país. No me refiero a su fin en concreto, sino al verdadero uso por parte de la mayoría de los jóvenes en España. 

En un intento por fomentar la cultura entre los chavales de 18 años, Pedro Sánchez hizo de nuevo uso de su Manual de Resistencia destinando 112 millones de euros a un plan que tenía un triple objetivo según la Moncloa: ofrecer a quienes cumplen 18 años un impulso económico para descubrir la cultura, generar hábitos de consumo de productos culturales entre la juventud y revitalizar el sector cultural en España, duramente castigado por la pandemia. 

Lo cierto es que en España el papel lo aguanta todo, pero lamentablemente esto no es el cuento de Pedro en el país de las maravillas, donde nuestros jóvenes hacen fila para entrar en los teatros, renuevan anualmente sus suscripciones de prensa digital, se agolpan en las librerías para comprar el último Best Seller o llenan las salas de conciertos obligándoles a colgar el Sold out cada fin de semanaAquí, tristemente, lo único que renuevas a los 18 años es la suscripción al paro. Y el único género literario que conoces sin la necesidad de haber leído ningún libro es la novela picaresca. 

Pero vamos al turrón. En primer lugar la mayoría de los chavales se está fundiendo los 400 euros en gamming. Sí, una empresa de la industria de los videojuegos también puede adherirse al plan del Bono Cultural. No nos olvidemos que en España se venden más sillas de gammer que libros de texto. Otra gran parte de los jóvenes está revendiendo en wallapop los productos que compra en los comercios adheridos al plan. Entradas a festivales de música, cine, teatro o espectáculos también entran en esta categoría. Y después está el perfil más interesante y el que realmente me hizo pensar que el problema de nuestro país no es que a la gente le interese más o menos la cultura, sino que todo subyace en la educación. Y la educación, por mucho informe Pisa que quieran vendernos, tiene su origen en las casas. "De casa se viene educadito" escuché el otro día que le decía una profesora a un alumno. Y no puedo estar más de acuerdo. Resulta que hay un amplio número de padres y madres que en su afán de ser jóvenes otra vez, utilizan el Bono Joven Cultural de sus hijos para darse caprichitos como subscribirse a plataformas de entretenimiento, comprarse una tableta electrónica, y algunos por qué no, actualizar su fondo de armario en la sección de videojuegos. 

Cuando me contaban todo esto en clase lo hacían entre risas y carcajadas. Sacaban pecho de "hackear" al sistema y al Gobierno de Pedro Sánchez hasta el punto de que uno de ellos, alardeando de ser el alumno aventajado de la clase y sin haber ejercido todavía su derecho a voto en unas generales, sacó su Bono Cultural Joven de la cartera y enseñándolo con sorna al resto de sus compañeros dictó su sentencia diciendo: "Y ahora, disfruten lo votado."

Feliz lunes.

 

martes, 16 de enero de 2024

La sombra del pino

La sociedad en la que vivimos ha convertido el aburrimiento en una especie de estafa vital de la que todos queremos escapar. Por suerte o por desgracia, a lo largo de los años he ido desarrollando mis propios mecanismos para afrontar ese temor al tedio que me ha acompañado desde bien pequeño. Digamos que para aprender a no aburrirse, es necesario en primer lugar aburrirse. Lo que ahora se soluciona colocando una tablet entre las manos, antes requería de ingenio. Tenías que apañártelas con lo que había a mano. Y si no encontrabas nada, te tocaba buscarlo.

Mi primer debut con el aburrimiento, o al menos del que yo tenga recuerdo, llegó con 5 años en Biescas mientras esperaba a cumplir con las 2 horas de digestión a la sombra de un pino sin poder entrar en la piscina. Tener un padre médico tiene muchísimas ventajas, pero también algún inconveniente. Recuerdo ver cómo todos mis amigos se tiraban de golpe, haciendo piruetas, sin ducharse ni mojarse la nuca y los tobillos previamente, tal y como nos habían enseñado en casa a mi hermana y a mí. Entrar en la piscina después de hacer la digestión se convertía en una actividad delicada que tenía su propio manual de instrucciones. 

Pronto aprendí que el tiempo pasa volando y que no quería ser un espectador de los mejores momentos del verano, que curiosamente siempre eran en la piscina y justamente después de comer. Durante esas dos horas se aprendían los mejores saltos y volteretas, se jugaban las mejores partidas de waterpolo y se patentaban nuevos juegos como el "escalera a escalera" que más tarde me enteré que heredaron generaciones futuras de la urbanización. Una tarde, justo cuando terminé de comer y la piscina empezaba a ser el epicentro de la diversión, mientras mi padre jugaba al mus y mi madre se quedaba a la sombra del pino con mis tías, decidí poner punto y final a la amarga espera de cada día. Y así es como ví una bicicleta roja de dos ruedas apoyada en un banco y tomé la decisión de intentar aprender a andar en bici de forma autodidacta, o más bien por imitación. Había otro niño que ya sabía hacerlo y seguramente también era hijo de algún médico porque estuvo subiendo y bajando la rampa durante dos horas, el tiempo exacto que dura una correcta digestión. El resto del relato no lo puedo recordar con exactitud, pero sí que me han contado que dos horas después, con las rodillas llenas de heridas y la dopamina como si me hubiera bebido dos litros de coca cola, corrí hasta la mesa donde mi padre se estaba jugando el último coto de la partida, con un puño en alto, la sonrisa de alguien que ha vencido y la frase que marcó mi verano de 1990: ¡Papá, he aprendido a montar en bici!

A pesar de la épica y una vez ya pasados los años, nunca he sido un gran aficionado al ciclismo. Sin embargo sí que seguí respetando con más o menos cautela el periodo de reposo de 2 horas de digestión hasta los 27 años, en mi viaje a Mexico. Estaba en Oaxaca con 4 amigos de California que había conocido surfeando en Barra de la Cruz. Después de un viaje de 3 horas atravesando dunas en su jeep llegamos a una bahía escondida donde rompían derechas e izquierdas perfectas y además había algo muy importante; una palapa donde la señora cocinaba el marisco fresco que había pescado su marido esa misma mañana. Tenían un arcón repleto de hielo picado y botellines de Corona. Compartimos un pescado "a la diabla" que era similar a un lenguado gigante con frijoles, lima, mango, cilantro y salsa de chile picante. En los postres la marea empezó a bajar y comenzó a formarse una ola que rompía perfecta a escasos metros de la orilla. Mis 4 nuevos amigos se levantaron de golpe de la mesa, le pegaron un último trago a la Coronita (Corona en Mexico) y desaparecieron remando hacia el pico entre gritos y euforia. En ese momento, con 27 años, me vi de nuevo a la sombra del pino, perdiéndome lo mejor de la tarde mientras moría de aburrimiento haciendo la maldita digestión. Así que me levanté, cogí la tabla y entré en el Pacífico poco a poco, mojándome la nuca y las muñecas primero, refrescándome la tripa después y finalmente hundiendo la cabeza por debajo de una ola mientras dejaba atrás los veranos a la sombra de un pino que tantos años me habían acompañado desde pequeño. 

¡Feliz Martes!



miércoles, 3 de enero de 2024

Ni Houdini

A veces tienes que retroceder para poder avanzar. Este 2023 me ha obligado a volver atrás para ver con más detalle de dónde vengo, dónde he estado y cómo he llegado hasta aquí. He puesto los pies en la tierra un tiempo para reflexionar mucho sobre lo que realmente importa en la vida. He aprendido que lo único importante en el camino son las personas y que tristemente no podemos elegir cuando llegan ni cuando se van. 2023 me ha mostrado el lado más duro de la vida, enseñándome a relativizar lo inevitable y a crecer diciendo "te quiero" muchas veces a mucha gente. 

2024 ha empezado en un teatro, a oscuras y vestido con un antifaz y un sombrero de papel maché. Sujetando con una mano una copa de cava y con la otra agarrando la cintura de Carla. Aunque contado así podría parecer un roleplay de BDSM o un room scape de la película Eyes Wide Shut, el espectáculo se llamaba "Nada es imposible" y el protagonista no era Tom Cruise ni Nicole Kidman, sino Antonio Díaz. Culturalmente conocido como el Mago Pop. 

El unboxing de este nuevo año era una declaración de intenciones en toda regla: Dream Big or Go Home. Y así comenzó un show de dos horas y media que tuvo incluso a Ramón Mirabet y su coro como teloneros de la noche interpretando su Home is where the heart is. A diferencia de Carla, yo disfruto mucho siendo engañado. No pongo el más mínimo interés en descubrir dónde está el truco. Conecto el piloto automático de "creer" y mi cerebro se transforma en una "máquina tragabolas" perfectamente engrasada. Por unos instantes quiero pensar que ese tipo está volando sobre nuestras cabezas, que la gente desaparece en el escenario y que las personas elegidas entre el público son fruto única y exclusivamente del azar. En el maravilloso mundo de la magia del Mago Pop no hay cabida para lo imposible. Bueno, salvo una cosa. Y es que lograr que 2.000 espectadores te presten atención en fin de año a las 00.00 en España es un reto difícil de asumir. No importa que tu show se llame "Nada es imposible" y llenes el teatro Victoria en la última noche del año. Da igual que tengas un documental en Netflix, hagas Sold Out en Broadway o seas el ilusionista más taquillero del mundo. No hay ningún conejo ni ninguna chistera que pueda con el FOMO de un español cuando están sonando los cuartos en la Puerta del Sol. Porque por mucha mierda que haya tragado uno durante el año, despedirlo con 12 uvas mientras suena Rafael y Mecano de fondo es una ilusión que no se la salta un torero. Y eso Antonio lo sabía, que por algo es mago. Por eso fue astuto y a las 23.55 detuvo el show, colocó una bolsa de cotillón en cada butaca, repartió una copa de cava a todos los asistentes y conectó en directo con la realidad para complacer al público con el mejor truco de la noche: contar los últimos 12 segundos de 2023 y dejar que nos ilusionemos con que este nuevo año, será un año mejor para todos.   





martes, 12 de diciembre de 2023

Los pensamientos alegres del Señor Tootles

No hay puente de la Inmaculada sin cumple y no hay cumple sin visita familiar. Este puente de diciembre como cada año desde que me mudé a Barcelona, vinieron mis padres y mi hermana para celebrar el doble cumpleaños de Carla y mío. En mi familia la agenda cultural se vive de dos formas muy diferentes. Por un lado la cultura como tal. Museos, exposiciones, conciertos y otros espectáculos. Y por otro lado, de igual importancia e intensidad, está la cultura de bar. Restaurantes, tascas, coctelerías, bares y otros locales del buen comer y beber. Ambas caras de la cultura nos fascinan a partes iguales y las vivimos con la misma pasión. Prueba de ello es que esta vez visitamos el Palau de la música, el carpaccio de lubina del Somma, el monasterio de Montserrat y los chipirones de la barceloneta.

Dejando a un lado el patrimonio cultural, los 37 por fin se acaban y creo que nunca he tenido tantas ganas de soplar una tarta. Con los ojos cerrados, sobre el pie derecho, apretando los puños y con una idea rebotando en mi cabeza como una pelota de ping-pong. 

Hay cicatrices que son imborrables. Marcas que permanecen para recordarnos que un día fueron heridas y que hubo que curarlas. Unas con rosa mosqueta, otras simplemente con tiempo. Este año en el que la alerta ha sido mi estado natural, esperando lo mejor pero preparándome para lo peor, al mirar las velas con el número 38 me agarré fuerte de la mano de Carla y aspiré profundo antes de soplar. Como si esa bocanada de aire condujera toda la angustia hasta el estómago para después devolverlo al mundo en forma de pensamientos alegres, como las canicas del Señor Tootles en Peter Pan. 

Ahora son 38, me digo. Y 30 para Carla. Quizás sea el momento de sentirnos un poco más ligeros. De volver a soñar despiertos. De reír a carcajadas sin pensar que algo malo viene detrás. De poder asomarnos al futuro sin sensación de vértigo. De empezar a caminar por el lado salvaje de la vida poniendo las preocupaciones en modo avión. Quizás estos 38 empiezan con un soplido que poco a poco va convirtiéndose en silbido y termina con un "Hey babe, take a walk on the wild side... Doo do doo do doo do do".

¡Feliz martes!

jueves, 23 de noviembre de 2023

Hasta la vista

Cómo resumir 8 años de trabajo de una forma liviana, cómica y poco solemne. Haciendo uso de una frase que lanzó el otro día un alumno y que es más vieja que las puertas. "Unas veces se gana, otras se pierde y otras se aprende". Me hizo gracia escuchar esta cita que parecía sacada de un libro de autoayuda para emprendedores, pero si añado además "aunque nunca lo suficiente" me parece que puede simplificar bastante bien lo que he vivido con mi empresa desde 2016.

A finales de diciembre pondré punto y final a una aventura que empezó como todo, con unas cañas y un "probamos a ver qué pasa". Para aquel entonces vivía en Zaragoza con mis padres y sólo necesitaba ingresos para viajar en ave a Barcelona cada fin de semana a visitar a Carla. Todo echó a andar estando de prestado en el studio de arquitectura de mi padrino, donde conseguí el primer cliente de mi vida y empecé a sentir en mi piel el tan conocido síndrome del impostor, que por cierto me sigue acompañando con casi 38 años.

Un año después de montar todo, la que era mi socia decidió irse por la puerta de atrás con el único cliente que teníamos y con el que pagábamos mínimamente las facturas. Ahí es cuando empezó la aventura de verdad. Salir a la calle con una presentación en power point y un fajo de tarjetas que había impreso gratuitamente en la imprenta de mi abuelo. Tras muchos "noes" conseguí un par de "síes" a los que agarrarme para seguir adelante y así pagarme la cuota de autónomos y los aves a Barcelona durante un año más. En 2018 tomé la mejor decisión pero al mismo tiempo la más arriesgada hasta el momento. Mudarme a Barcelona con Carla y seguir de nuevo mi instinto o mi inconsciencia bajo el mismo lema con el que empezó todo: "probemos a ver qué pasa". En Barcelona todo empezó a ir muy rápido. Decidí explorar nuevos caminos que desconocía pero que intuía que podían llegar a algún lado. Invertí en cámaras, cursos, equipos de grabación y drones. Un momento, cojo aire y explico lo de los drones.

Para aquel entonces había muy pocas operadoras de drones en España y sentía curiosidad por su funcionamiento, así que contacté gracias a una amiga con una de las productoras audiovisuales de drones más importantes de nuestro país para informarme sobre el tema. Su respuesta fue clara y concisa: no lo intentes, es muy largo y complicado. Seguidamente me saqué la licencia de piloto de drones, me hice operadora aérea por AESA y empezamos a grabar eventos por el aire hasta que llegó el COVID.

En 2020 se detuvo todo. Y lo que pensé que sería el final de la empresa, fue todo lo contrario. Un punto de inflexión. Cuando justo cumplía 5 años desde la fundación, 3 en Barcelona y medio de pandemia, la aceleración digital de muchas pymes nos situó en el mapa de nuevo. Dejé de lado la parte de producción y me centré mucho más en la construcción de marca, lo que me llevó a trabajar con clientes de otros países como Argentina, USA o Holanda (gracias Monri). 2021 fue el año sin duda. Me faltaron manos, tiempo y recursos, pero llegué a organizar un par de eventos en Madrid y Barcelona para una marca que ni siquiera me había conocido en persona. Con la lengua afuera, la espalda hecha mierda y la cuenta echado fuego, decidí que aquello no iba a ser mi futuro y me apunté al master de profesorado. Todavía no recuerdo muy bien el proceso de decisión, pero sí que recuerdo hablar con Carla y decirle que iba a parar y que quería hacer algo por lo que sentirme orgulloso dentro de unos años. Tener la voluntad de devolver lo aprendido me parece la mejor decisión que tomé en su día. 

Y así han transcurrido dos años desde que decidí dar el paso de estudiar para ser profesor. Poco a poco las cosas han ido cambiando, mi ilusión se ha ido hacia otros caminos y mi tiempo y esfuerzo están en otro lado ahora mismo. Durante estos dos años he hecho malabares para sacar adelante el estudio, el máster, las prácticas y ahora mismo desde septiembre, el trabajo como profesor a jornada completa.

Este mes tomé la decisión de poner punto y final a una etapa de mi vida que me ha hecho crecer, sufrir y sonreír a partes iguales. Gracias a todas esas personas con las que me he cruzado y han puesto su confianza en mí. Casi con toda seguridad podría decir que mantengo la relación con todas ellas, sino la mayoría. Algunos de mis clientes, colaboradores y proveedores se han convertido en amigos, otros en mentores y todos ellos de alguna manera en maestros de vida. Ahora me toca a mí ser maestro en lo que pueda, porque por mucho que se aprenda, nunca es suficiente.

Feliz Jueves!


martes, 24 de octubre de 2023

A mi abuelo


En un día como hoy, me resulta imposible hablar de mi abuelo sin referirme a los 3 pilares fundamentales de su vida: la familia, los amigos y la Cofradía de La Piedad.

Empezaré por la última, la hermandad de la que siempre se sintió orgulloso y de la que tengo el honor de formar parte. Para mi abuelo ser cofrade de la Piedad ha sido una forma de vivir entregado a los demás, transmitiendo los valores de hermandad, solidaridad y respeto hacia todos sus hermanos. Su devoción por la Virgen le ha acompañado desde que era niño hasta hoy, donde como no podía ser de otra forma, ha partido hacia su encuentro y donde ya descansa en paz y feliz bajo su regazo. Atrás quedan todos los Jueves Santo vividos desde dentro y desde fuera de esta Iglesia bajo el ritmo de los timbales, bombos y tambores que acompañaban uno de los momentos más emocionantes en la vida de mi abuelo. La Piedad siempre estará en su corazón y tu recuerdo en el de todos nosotros.

Continuaré con sus amigos, ese gran tesoro del que siempre hablaba mi abuelo. A lo largo de su vida sólo tuvo palabras de cariño y generosidad hacia todos ellos. Con un gran corazón y una mirada humilde y sincera, siempre estuvo disponible para ofrecer su apoyo a quien más lo necesitara. Callejero, disfrutón, un gran conversador y sobre todo, un excelente amigo de sus amigos. Le apasionaba pasear sonriente por las calles de su ciudad parándose cada vez que escuchaba a alguien decir: “Hasta luego Enrique”. Prueba de ello es que una de las cosas que más rabia le daba cuando empezó a perder la vista era no reconocer a la gente con la que se cruzaba por la calle. No he conocido nunca a nadie que se hiciera querer tanto como él.

Por último terminaré con su familia, a la que entregó todo su tiempo y amor cada día de su vida dejándonos algo mucho más grande que un legado: una forma de estar en el mundo. Junto a él hemos aprendido a disfrutar cada segundo del presente y afrontar las dificultades con valentía y esperanza. Nos mostró que la felicidad está en la sencillez y la belleza en los corazones. Compartió con nosotros lo mejor que tenía, sus valores. Y lo hizo de la mejor forma posible: juntándonos a todos y enseñándonos que a querer se aprende queriendo.

Hoy decimos adiós a un esposo, un hermano, un padre y un abuelo. Pero mantenemos vivo para siempre el recuerdo de una persona que ha sido muy feliz y nos ha hecho muy felices a todos. Gracias por todo abuelo. Descansa en paz. 






domingo, 10 de septiembre de 2023

Paseos de verano

 La semana pasada hablaba por teléfono con un amigo y me preguntaba qué había hecho este verano. Le respondí que principalmente dar paseos. Paseos por la montaña, por el mar, por el pueblo y también por el pasado. Me pareció una forma bastante elocuente de resumir lo que han sido las vacaciones de agosto.

Un billete de vuelta a sitios importantes en mi vida. El primero de todos fue a Biescas, el pueblo del Pirineo aragonés donde pasábamos largos veranos en familia desde que tenía uso de razón. Las circunstancias de la vida han hecho que después de 15 años sin pasar un verano allí, volvamos a caminar por el Valle de Tena con las mismas ganas pero no con las mismas piernas. Siestas a la sombra, baños en la piscina helada y madrugadas de gintonic y cartas. La vida en cámara lenta. Empiezas a notar que estás de vacaciones cuando hasta una lata fría de Cruzcampo te sabe a cerveza.  

Otro buen KPI para reconocer que efectivamente estás de vacaciones es el desfase horario. Desayunar a las 11, almorzar a las 13, comer a las 16 y cenar a las 23. Ser consciente de que vives en un trepidante jetlag pero al mismo tiempo importarte literalmente una mierda. Hubo un día que nos levantamos de la siesta a las 21.00 h y nos fuimos a dar un paseo que evidentemente terminó en Cruzcampo. Qué placer cuando todos los planes terminan en caña sin remordimientos por ser lunes o martes. Los fines de semana son de 7 días. Otro gran KPI. 

Suena Via Chicago de Wilco y empieza el viaje a Hossegor, la segunda etapa de las vacaciones. Olor a eucalipto, sabor a crepe de chocolate y vida contemplativa en la orilla del Atlántico con dos metrazos pasados en los primeros días. Imposible entrar en el agua hasta el tercer día que bajó el swell y ya pudimos disfrutar de un bañito en condiciones. Mientras tanto nos dedicamos a pasear por Las Landas, ver gente guapa y escuchar "risas de ricos" que salían de los caseríos al borde del lago. Eran risas de despreocupación, de vivir en unas vacaciones constantes, de belle époque, de importarte poco lo que pasa más allá de las bugambillas de tu jardín. Risas de haberse pasado el juego de la vida. Es una risa que no te sale aunque estés contento. Nace de los dedos de los pies hasta lo más profundo de la garganta, con los ojos vidriosos, la pierna estirada y la mirada hacia el cielo. Es el rey de los KPI´s. Con él van todos los demás. 

La última semana de vacaciones, la que empiezas a pensar en la bandeja de entrada del mail, fue en Altafulla. Un pueblito pequeño de la costa de Tarragona donde Carla y yo nos habíamos casado un año atrás. Pasear por allí era como recorrer los studios de una superproducción de cine. Cualquier punto era un escenario para el recuerdo de lo que seguro fueron los 3 mejores días de mi vida. 

Esa semana cogí la rutina de levantarme a las 7 para irme a nadar por el mar. Cuando en el pueblo sólo hay runners y el cochecito de la limpieza. Cuando todavía no quema el sol y el mar es una balsa de aceite. Ahí es cuando un día después de nadar una hora y llegar hasta el Castillo de Tamarit, salí caminando hasta la orilla, miré hacia arriba y después un par de minutos se me escapó una sonrisa. Fue una sonrisa diferente, para adentro, con el corazón. La sonrisa de que todo lo que tienes te convierte en un afortunado. Un KPI que llega de repente y ojalá se quede para siempre. 


martes, 1 de agosto de 2023

El caloret

 Confieso que este verano me he portado energéticamente mal. Ser un ciudadano eco-responsable es algo a lo que no me puedo comprometer con temperaturas superiores o iguales a 28 grados. No sé si es la edad, el cambio climático, o las dos cosas juntas, pero cada año gestiono peor el calor. Podría decir que mi temperatura ambiente de supervivencia es por debajo de los 27 grados. A partir de ese nivel empiezo a sudar por cada poro de mi cuerpo, el pulso se dispara y mi cerebro tiende a colapsar. 

El verano pasado quise ser un abanderado de la justicia social y medioambiental y trabajé todo el mes de julio en casa sin apenas encender el aire acondicionado. Seguí los consejos de la ministra de transición energética a rajatabla. Lavadoras en frío a primera hora de la mañana, lavaplatos cada 2 días y duchas de agua tibia de 4 minutos máximo. Fui lo más parecido a un guerrero ecológico. Un avatar fuera de Pandora observando cómo los humanos arrasaban el planeta sin ningún miramiento. 

Lo que nadie me contó es que para ser un ciudadano responsable y cumplir con este compromiso tendría que trabajar sin camiseta, con las persianas bajadas en las horas punta, las gafas empañadas y con una toalla al lado del portátil para ir secándome el sudor antes de las reuniones por zoom. El sueño de cualquier nómada digital que viene a teletrabajar en verano a Barcelona. 

El pasado mes de Junio tomamos la decisión en el studio de trabajar en remoto hasta septiembre. Recordando el infierno del año pasado, esta vez lo he mandado todo al garete y me enciendo el aire acondicionado con el primer café de la mañana, es decir, a las 8 am. Lo mantengo activo prácticamente todo el día a 24 grados. Me dan absolutamente igual las recomendaciones del Ministerio, los resfriados, Putin y el calentamiento global. Camino tranquilo por casa sin el riesgo de sufrir un golpe de calor y hay días que me siento tan bien que hasta me echo una siesta con el Tour de fondo y la manta por encima. Me estoy permitiendo el lujo de refrescar el dormitorio una hora antes de irnos a la cama y algo muy importante: me he despedido  del sudor de la entrepierna y el ventilador de mesa que rescató mi madre del traslado de Cambrils. Me he aislado completamente del exterior hasta las 20.00h de la tarde salvo para ir a nadar a la barceloneta en mi coche, que es lo más parecido a un camión de refrigerados. De puerta a puerta, sin pisar el asfalto. Hasta caer en el agua de la piscina del CNAB.

Ahora mismo escribo esto el primer día de agosto en mi piso de Barcelona con el aire acondicionado a 23 grados y medio. En mi mano derecha tengo un cortado con hielo. Enfrente, por la ventana, veo a mi yo del pasado verano. Es mi vecino trabajando en su galería acristalada, sin camiseta, con la ventana bien abierta y las gotas de sudor cayéndole por la frente como si estuviera en una clase de spinning online. En ese instante, bajo un sol de justicia, sonrío consciente de que a todo cerdo le llega su San Martín, y el mío llegará al buzón en forma de sobre con membrete a la vuelta de vacaciones. En ese momento pagaré mi deuda con el planeta y con la comercializadora energética. Pero ahora mismo toca cargar el coche, ponerlo a 22 grados y huir al Pirineo esperando que el puto cambio climático no nos joda las vacaciones.