martes, 30 de enero de 2024

Historias alrededor de una mesa

Hace unas semanas y por pura coincidencia, estuvo comiendo en casa de mis padres mi amigo Sarp. Él iba a Zaragoza por motivos profesionales y yo de visita familiar. Verse era la mejor excusa para sentarnos alrededor de una mesa y poner en práctica uno de esos rituales que tanto le gusta a mi familia; disfrutar de un ternasco al horno y un buen vino compartiendo grandes historias desde el aperitivo hasta la sobremesa. De pronto la mesa se convierte en un simposio de aromas a jarrete asado, gran reserva y tomate fresco. No tardaron en llegar los clásicos indispensables en un reencuentro. Esas anécdotas que conservamos desde aquel viaje universitario a Croacia y Eslovenia, donde nos conocimos Sarp, Ozan y yo con apenas 22 años. 

Desde entonces hemos forzado multitud de reencuentros en diferentes idiomas y países, posiblemente fruto de nuestro camino por la vida. Madrid, Sevilla, Milán, Zaragoza, Londres, Barcelona y Estambul. Nos conocimos en inglés, pero poco a poco esto fue cambiando especialmente con Sarp, que se enamoró de la cultura española y aplicó para cursar un año de Erasmus en Sevilla. Siempre recordaré cuando fui a visitarlo y me lo encontré en el bar donde habíamos quedado hablando un perfecto español con acento andaluz. Era un acento muy pausado y algo aspirado, como es él. En ese momento yo tenía una novia francesa que chapurreaba español y durante una semana en Sevilla hablamos en un dialecto muy extraño que combinaba el inglés, el español andalusí y el chapurreao transalpino a partes iguales. 

Al año siguiente vinieron Sarp y Ozan a mi casa a pasar las navidades y descubrieron que en mi familia la nochebuena no sólo es un motivo de celebración religiosa, sino de algo más grande: es una exaltación de la vida. Y cuando empezamos no sabemos parar. Comenzamos bendiciendo la mesa y terminamos bailando una conga improvisada con los vecinos argentinos del piso de arriba en Gran Vía, a los que también les encantaba celebrar la vida a tragos. La escena parecía sacada de un film de Francis Ford Coppola. Turcos, españoles y argentinos salíamos por la puerta de un octavo piso cogidos por la cintura y entrábamos por la puerta de servicio de la séptima planta mientras sujetábamos un pitillo y una copa de champán. La casa se llenaba de fiesta, de música y de bailes hasta bien entrada la madrugada. Cabían todas las generaciones. En mi familia todo el mundo era bien acogido siempre y cuando trajera consigo la mejor de las actitudes y una buena historia que contar. Desde ese día y hasta hoy, no hay nochebuena en la que no me escriban para felicitarnos la navidad y la buena vida a toda la familia. 

Dos veranos después, mi amigo Roque y yo planeamos una visita a Turquía para recorrer juntos una parte del país durante 15 días. El viaje empezó como empiezan las grandes aventuras. Descubriendo su vida nocturna guiados por Ozan y dos amigas suyas que nos esperaban en la terminal del aeropuerto de Estambul. Cerramos los bares al amanecer y con la maleta en la mano cogimos un taxi compartido rumbo de nuevo al aeropuerto para volar hacia Ankara. En ese taxi con más de 10 personas que iban subiendo por el camino pasaron dos cosas que marcaron mi recuerdo del viaje para siempre: la primera fue capturar los primeros rayos de sol iluminando el Bósforo mientras atravesábamos el estrecho de Estambul dejando atrás Europa para adentrarnos por primera vez en Asia. La segunda, y bastante condicionante para el resto del trayecto, fue descubrir al bajar del taxi que le habían robado las gafas de ver a Roque mientras dormíamos la mona en los asientos traseros. Esto me convirtió en su lazarillo durante las próximas dos semanas que duraría el recorrido. Presenciamos unas elecciones generales en Ankara, viajamos más de 20 horas en autobús hasta Bodrum dejándonos tirados en una aldea del desierto de Nazzili porque nuestro billete no cubría el viaje entero. Nos agujereamos la oreja en un puesto de la calle Taksim y perdimos el vuelo de vuelta a España por haber estirado la noche más de lo que debíamos.

Pero las mejores historias llegan siempre al final. Con los postres y el café recordamos la navegada de 2016 cuando cruzamos desde Cambrils a Ibiza en un velero de 36 pies capitaneado por un skipper de 55 años con delirios de "bajeza". La verdad que esto daría para otro capítulo, porque nos jodió las vacaciones a todos, pero nos regaló algo que hoy en día vale su peso en oro: un buen puñado de historias para una larga sobremesa.

Feliz martes.


2 comentarios:

  1. He leído las últimas entradas, de vez en cuando este blog vuelve a mi memoria, lo busco en Google y me pongo a disfrutar. Que bueno que nos volvimos a ver el verano pasado en el césped de la urba junto a la piscina. Te leo. Un abrazo

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    1. Qué maravilla saber que estás al otro lado Gon! Biescas nos pertenece amigo!

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