El día antes de que nacieras era domingo, el sol de invierno se colaba por las contraventanas del balcón y tu madre y yo bailábamos en el salón para ver si así te animabas a salir. Comimos macarrones a la boloñesa con una buena dosis de tabasco, abrí una botella de vino que me había regalado mi padre y nos dormimos en el sofá viendo la trilogía de El Padrino.
La casa olía muchísimo a eucalipto por las ramas que habíamos colocado en el árbol de navidad, que este año gracias a ti brilla como nunca. Salimos a dar una vuelta por la tarde para comprobar si había luna llena y terminamos tomando unas cañas en una terraza de Enrique Granados (agua con gas para tu madre).
Te hiciste esperar 287 días. Ni más ni menos. Aunque a nosotros nos pareció una eternidad. A las 8.30 de la mañana de un lunes viniste al mundo para alegrarnos la vida. Ese día no sabes muy bien por qué pero lo entiendes todo y al mismo tiempo no entiendes nada. Te abrazas, lloras, sonríes y te prometes a ti mismo que todo irá bien.
Desde el lunes tu madre y yo dormimos a tiempo parcial y te miramos a jornada completa. Cambiamos pañales, devoramos manuales de instrucciones y no dejamos de recibir visitas y ramos de flores. Uno de ellos en concreto, enviado por parte de mis primas, venía con unas líneas muy emotivas que he guardado en un cajón y algún día te enseñaré y me preguntarás por mi familia, que también es la tuya, y te responderé lo mismo que le dije a tu madre cuando leí emocionado la nota; “la vida, a veces duele y a veces es maravillosa.”
Bienvenida al planeta Tierra Camila.
No ha podido caer en mejor familia. Meris.
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