martes, 1 de agosto de 2023

El caloret

 Confieso que este verano me he portado energéticamente mal. Ser un ciudadano eco-responsable es algo a lo que no me puedo comprometer con temperaturas superiores o iguales a 28 grados. No sé si es la edad, el cambio climático, o las dos cosas juntas, pero cada año gestiono peor el calor. Podría decir que mi temperatura ambiente de supervivencia es por debajo de los 27 grados. A partir de ese nivel empiezo a sudar por cada poro de mi cuerpo, el pulso se dispara y mi cerebro tiende a colapsar. 

El verano pasado quise ser un abanderado de la justicia social y medioambiental y trabajé todo el mes de julio en casa sin apenas encender el aire acondicionado. Seguí los consejos de la ministra de transición energética a rajatabla. Lavadoras en frío a primera hora de la mañana, lavaplatos cada 2 días y duchas de agua tibia de 4 minutos máximo. Fui lo más parecido a un guerrero ecológico. Un avatar fuera de Pandora observando cómo los humanos arrasaban el planeta sin ningún miramiento. 

Lo que nadie me contó es que para ser un ciudadano responsable y cumplir con este compromiso tendría que trabajar sin camiseta, con las persianas bajadas en las horas punta, las gafas empañadas y con una toalla al lado del portátil para ir secándome el sudor antes de las reuniones por zoom. El sueño de cualquier nómada digital que viene a teletrabajar en verano a Barcelona. 

El pasado mes de Junio tomamos la decisión en el studio de trabajar en remoto hasta septiembre. Recordando el infierno del año pasado, esta vez lo he mandado todo al garete y me enciendo el aire acondicionado con el primer café de la mañana, es decir, a las 8 am. Lo mantengo activo prácticamente todo el día a 24 grados. Me dan absolutamente igual las recomendaciones del Ministerio, los resfriados, Putin y el calentamiento global. Camino tranquilo por casa sin el riesgo de sufrir un golpe de calor y hay días que me siento tan bien que hasta me echo una siesta con el Tour de fondo y la manta por encima. Me estoy permitiendo el lujo de refrescar el dormitorio una hora antes de irnos a la cama y algo muy importante: me he despedido  del sudor de la entrepierna y el ventilador de mesa que rescató mi madre del traslado de Cambrils. Me he aislado completamente del exterior hasta las 20.00h de la tarde salvo para ir a nadar a la barceloneta en mi coche, que es lo más parecido a un camión de refrigerados. De puerta a puerta, sin pisar el asfalto. Hasta caer en el agua de la piscina del CNAB.

Ahora mismo escribo esto el primer día de agosto en mi piso de Barcelona con el aire acondicionado a 23 grados y medio. En mi mano derecha tengo un cortado con hielo. Enfrente, por la ventana, veo a mi yo del pasado verano. Es mi vecino trabajando en su galería acristalada, sin camiseta, con la ventana bien abierta y las gotas de sudor cayéndole por la frente como si estuviera en una clase de spinning online. En ese instante, bajo un sol de justicia, sonrío consciente de que a todo cerdo le llega su San Martín, y el mío llegará al buzón en forma de sobre con membrete a la vuelta de vacaciones. En ese momento pagaré mi deuda con el planeta y con la comercializadora energética. Pero ahora mismo toca cargar el coche, ponerlo a 22 grados y huir al Pirineo esperando que el puto cambio climático no nos joda las vacaciones. 

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