miércoles, 3 de julio de 2024

El efecto Bali

 Cuando tenía 20 años, Bali era ese lugar al que todos queríamos ir alguna vez en nuestra vida para sentirnos como Shane Dorian surfeando en la mítica película En las manos de Dios. Llegar a playas desiertas cargando la tabla en una scooter de 50cc sin casco, alojarnos en un bote de pescadores locales fondeado en el reef donde rompen las olas, y recorrer los templos en chancletas el día que sale plato.

Como no podíamos hacerlo porque en los 2000 sólo iban a Indo los profesionales y algún cámara de revista como 360, Surfer Rule o Cutback, nos conformábamos con escuchar las historias que nos contaban Capi y Nacho cada verano en la Escuela Cántabra de Surf. 

La primera vez que pisé Somo fue con 16 años, en una casa que alquilaba mi amigo Roque con su familia el mes de Julio. Allí fue la primera vez que me puse un neopreno y entré al agua en un cursillo de una semana donde debuté cortando con la quilla a otro chaval al que pasé por encima en una espuma. Por las mañanas hacíamos surf y por las tardes íbamos a comer pipas y a patinar con el skate de Roque al bowling que había enfrente del rompeolas. Repetimos 3 años seguidos con su familia y cada verano se iban incorporando nuevos amigos al plan. Cuando ya teníamos 18, cambiamos las tardes de pipas por cervezas de trigo en el Australian bar, la única cervecería del pueblo donde acudían los mayores después del último baño del día, para tomar cervezas y ver vídeos de surf en el proyector. La gente iba descalza y en aquella época se podía fumar dentro de los bares. El sitio estaba decorado con tablas, una mandíbula de tiburón blanco y fotos de los monitores de la escuela en sus viajes por el mundo. Allí trabajaban sus novias poniendo pintas de cerveza y sirviendo hamburguesas con patatas fritas. El día que teníamos suerte se sentaban con nosotros Nacho o Capi y nos contaban alguna aventura de sus viajes a Indonesia en la temporada de invierno, cuando en Somo no quedaban ni las vacas. Roque y yo soñábamos con ir algún día allí para poder volver en verano con cicatrices del arrecife de coral y engrandecer esas historias como si fuéramos leyendas de la zona, pero teníamos que conformarnos con ahorrar lo suficiente como para poder seguir yendo a Somo 10 días al año. 

Con los años los padres de Roque dejaron de alquilar el apartamento en primera línea de playa y nosotros seguimos yendo cada mes de Julio al camping de Latas, un camping muy cutre donde muchas familias pasaban el verano en sus autocaravanas y dejaban una parte de la pradera para que los surfistas instalasen sus tiendas. Por las noches había cine infantil proyectado en el muro de la caseta y en el bar del camping se comía el menú del día, que casi siempre incluía fabes con chorizo. Al final de la esplanada del camping había un microbus camperizado que era donde vivían los monitores de la escuela durante los meses de verano. Por las noches se dormía pronto y a las 7 de la mañana casi sin hacer ruido, después de engullir unas galletas María y un Cacaolat, te ibas al agua cruzando el camino de eucaliptos que te llevaba hasta la playa. Todavía con marea baja, glassy y sin un pelo de viento. Con suerte no había más de 3 personas en el agua y uno de ellos era el de salvamento marítimo. A las 10, después del baño, íbamos al desayuno del camping, que consistía en leche fresca con magdalenas y tostadas XL de mantequilla y mermelada casera. Por el día nos quedábamos en la playa viendo los cursillos y aprendiendo a tocar la guitarra y por la noche volvíamos al Australian para escuchar historietas con una hamburguesa y una cerveza Hoegaarden que a mí me sabía a champú. 

Pasados algunos veranos dejamos de ir al camping de latas. Roque fue padre y yo cambié Cantabria por Hossegor. Hoy, mientras desayunaba, me ha salido un anuncio en Instagram del camping de latas (@latassurf). Ha sido imposible no entrar y pensar que me había equivocado de perfil. El bar del menú ahora es un puesto de poke bowls, paellas y good vibes. El rinconcito del cine a la fresca es una carpa para el DJ y la caseta de recepción un mini skate park. El letrero de la entrada, donde estaba la barrera, ya no dice "Bienvenidos al camping de latas", ahora se lee "Real Surf Culture", y el microbús de los monitores lo han cambiado por una pista de voley playa. Por las mañanas se hace Yoga SUP y por las tardes selfies. Las autocaravanas familiares son ahora Land Rover Defender con tiendas en el techo y la gente no va descalza, lleva Birkenstock. De pronto pienso que lo han conseguido, que ya no es necesario ir a Bali para hacer check en la casilla de "surf-trip". Que lo que nosotros soñábamos con las historias de Capi está ahora en formato cápsula en el camping de latas. Que las historias en el fondo han dejado de ser historias. Ahora son stories

Feliz Miércoles y larga vida al Australian.

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