martes, 15 de abril de 2025

Volver a esos lugares

Donde fuiste feliz alguna vez, no debieras volver jamás. Siempre he tenido un dilema con esta cita de Felix Grande. Para regresar a un lugar donde fuiste feliz una temporada de tu vida, primero debes asumir que probablemente las cosas no estarán donde las dejaste en tu memoria. El tiempo las habrá cambiado de sitio o las habrá hecho desaparecer. Es algo así como firmar un pacto con tus recuerdos. Yo los dejo que permanezcan imborrables a cambio de que no molesten demasiado durante el viaje para poder construir otros nuevos. 

La primera vez que viajé a Amsterdam tenía 18 años. Era mi primer verano como universitario y junto a mis amigos decidimos comprar un billete de Interrail que nos llevaría desde la estación Delicias de Zaragoza hasta Países Bajos, pasando por Francia, Bélgica y Luxemburgo en un trayecto que duraría 15 días. Era como si la película de American Pie la hubiera escrito Alex de la Iglesia. Mochila en mano, con apenas 500 euros y sobreviviendo a base de bocadillos y ensaladas de atún en lata Isabel, nos perdimos por París, Burdeos, Normandía, Brujas, Gante, Amberes, Luxemburgo, Utrech y Amsterdam. Digo nos perdimos porque fue literal. Los móviles de tarjeta prepago sin roaming, los mapas de papel de la oficina de turismo y un terrible nivel de francés e inglés, nos convertían en el blanco perfecto para que nos pasaran cositas. Y así terminamos durmiendo en un albergue para indigentes en París, en un reformatorio de Caen o en el altillo de un hostel de Brujas jugando a la botella con el staff y otros huéspedes. Lo bueno de tener 18 años es que está todo por hacer. Todo es fresco, sorprendente e ingenuo. Lo que en ese momento nos parecía una aventura, hoy lo juzgaríamos como una imprudencia o simplemente como una imbecilidad, pero además de para un buen álbum de fotos, ese viaje por Europa nos unió como amigos y nos sigue aportando grandes anécdotas cuando nos juntamos. Una de ellas la conté orgulloso este año cuando Roque vino a mi colegio a dar una charla a los alumnos de Marketing y Publicidad. 

Este fin de semana he vuelto a Amsterdam. Aunque ya lo había visitado en 4 ocasiones desde aquel viaje de Interrail, esta vez era muy especial por ser el primer viaje que hacíamos en familia con Camila. El motivo principal ha sido visitar a nuestra amiga Clara, que acaba de mudarse a una casa a orillas del canal después de 5 años viviendo de alquiler en un piso compartido. Viajar con un bebé de 4 meses ya es de por sí una gran aventura, por lo que hemos tratado de adaptar nuestros planes lo más baby friendly posible. Debo ser de las pocas personas que no conoce Amsterdam con mal tiempo. El sol siempre ha viajado conmigo en esta ciudad. Cinco de cinco. "Vaya solazo vas a pillar. Que sepas que eso es tener mucha suerte. Nos vemos el domingo" fue el Whatsapp que me escribió Julio, un amigo con el que no coincidía desde que estudié en Madrid en 2010 y al que me hizo muchísima ilusión volver a ver para ponernos al día y recordar batallitas de aquellos años como creativos publicitarios.  

Con la primavera haciendo sus deberes, salimos a caminar y broncearnos por un Amsterdam que durante 8 semanas se convierte en un jardín de tulipanes de todos los tamaños, colores y formas. Visité por fin el museo de Van Gogh con la ilusión fallida de encontrarme con el cuadro -Terraza de café por la noche- que me persigue desde aquel libro de Plástica y Visual de primaria. Resulta que está en el MOMA de Nueva York. Cenamos con Monri, Idil y Mía en el tiempo de descuento y disfrutamos de una comilona en Haarleem después de visitar el parque de las flores de Keukenhof. 

Cuatro días y tres noches que nada han tenido que ver con las anteriores visitas. Las terrazas, los museos y los jardines han sustituido a los bares y discotecas de otras ocasiones. Las noches de ahora son sueños interrumpidos cada hora y media por Camila. Los días, sin embargo, son un puñado de horas seguidas en las que intento acumular el mayor número de vivencias posible sabiendo que algún día se convertirán en recuerdos imborrables. 

Toca coger el avión de vuelta. Vuelve esa sensación de nostalgia del presente que tantas veces me acompaña, pero esta vez lo hace de forma diferente. Como si fuera el spoiler de una nueva temporada. Como si de alguna manera, con el guión en la mano, el guionista me estuviera diciendo que lo mejor de la serie está todavía por llegar. 

Feliz Martes.

miércoles, 26 de febrero de 2025

Cómo ser Bill Murray

Estás en una esquina de Nueva York esperando a cruzar la calle. Ensimismado, no le prestas demasiada atención al mundo que te rodea. De pronto, alguien te tapa los ojos con las manos y te dice: ¿Quién soy? Nadie te hacía ese juego desde que estabas en primaria. Normalmente esta situación te alarmaría, pero la voz te resulta familiar. No acabas de saber quién habla, pero tienes la certeza de que se trata de un amigo. Te das la vuelta y es Bill Murray. Más alto de lo que esperabas y lleva la camisa arrugada. Empiezas a tartamudear, te cuesta encontrar las palabras, tu cabeza no puede procesar lo increíble de la situación. Él esboza una sonrisa, se te acerca y añade en voz baja: nadie te va a creer.

Así empieza Cómo ser Bill Murray, un libro escrito por Gavin Edwards y que ha sido sin duda una de las historias con las que más me he reído en los últimos años. Ídolo de mi infancia desde que vi Cazafantasmas con 10 años, este tipo que parece moverse por la vida como si fuera un escenario, es conocido no sólo por su consagrada carrera cinematográfica, sino también por sus excéntricas improvisaciones. Aparecía cantando en un karaoke con desconocidos, se colaba en una fiesta de estudiantes para fregar los platos, o te robaba las palomitas en el cine mientras veías una película con tu pareja. Sus apariciones eran de lo más variopintas, pero a todos les decía lo mismo: <<nadie te va a creer>>. 

Lo que al principio se pensaba que era una leyenda urbana de la ciudad de Nueva York, poco a poco fue confirmándose gracias a muchos testimonios y alguna prueba fotográfica. Imposible de desentrañar, vive sin agente y sin móvil y es la pesadilla de muchos directores por su impuntualidad y falta de compromiso. Monta congas, se pasea por ciudades en carrito de golf y es terriblemente complicado sacarse una foto con él porque para cuando eres realmente consciente de lo que está pasando, Bill ya se ha marchado.

Este libro es del año 2016 y está escrito a partir de décadas de testimonios y anécdotas de amigos, colegas de profesión y gente desconocida que ha tenido la suerte de ser víctima de sus bromas. La mayoría tuvieron lugar antes de que los smartphones, Instagram y Google fuesen un cortafuegos entre la vida real y la ficticia. Cuando no vivíamos en riguroso directo y las buenas historias pasaban de boca en boca hasta convertirse en leyendas. 

Hace años que no se sabe de sus peripecias ni apariciones fugaces. Yo quiero pensar que sigue esquivando las cámaras de los móviles y colándose para dar un discurso en la despedida de soltero de un desconocido, o metiéndose detrás de la barra de un bar a servir chupitos durante toda la noche. O tal vez, como dice el bueno de Gavin Edwards en su libro, todo apunta a que Bill esté improvisando y haciendo de este planeta un lugar más divertido, libre y amable sin que ninguno de nosotros lo sepamos.

martes, 18 de febrero de 2025

Paquita La Del Barrio

Paquita apagaba el puro y se encendía un whisky. Soñaba que dormía con un tigre pero en realidad era un gatito con las uñas cortadas. Para casarse buscaba un arquitecto y para divertirse un desalmado. Sin modales ni cumplidos, Paquita escupía veneno con cada palabra que salía por su boca. Se saltaba el protocolo engañando al que le engañaba, insultando al que le insultaba y queriendo al que le quería. Con una gran dosis de orgullo y más amor propio que compartido, la única historia de amor que conocía era la de Romeo y su nieta.

Hoy ha muerto Paquita La Del Barrio a los 77 años en Veracruz. Ella se va pero en mi memoria quedan muy vivas todas las noches que me emborraché en México escuchando sus canciones, invitando a tragos a desconocidos y bailando con la vida con esa mirada que tiene alguien que sabe con certeza que todo irá bien. 

Empecé escuchándola por casualidad en una cantina de Jalisco y terminó como favorita de mi playlist de rancheras durante 3 meses de viaje. Qué manera tan elegante y desgarrada de mandarlo todo al diablo. Qué forma tan bonita de odiar y llamar inútil a alguien. Qué placer volver a escucharte en tiempos de cancelación y música políticamente correcta. 

Estoy convencido de que hoy te estarás corriendo una buena juerga allí arriba. Sin permiso y sin mentiras. Sujetando un caballito de tequila con una mano y un cigarrillo en la otra. Apretando el gatillo en cada estrofa con el arte de quien sólo necesita una bala en la recámara. Destapando verdades y señalando sin miedo con tus canciones a todos aquellos que algún día jugaron al escondite con el amor y al final huyeron como rata de 2 patas. Los que nos quedamos aquí guardamos en tu honor un poquito de ese orgullo y valentía para mirar a alguien a los ojos y decirle sin piedad: ¿Me estás oyendo inútil? te estoy hablando a ti.

viernes, 31 de enero de 2025

El de Nueva York

 Nueva York es un sitio al que volvería una vez al año si pudiera. Una ciudad que me parece frenética y apasionante a partes iguales. Cada vez que alguien conocido viaja a Nueva York sufro una envidia sana incontrolable. Vuelvo a recordar aquella navidad de 2017 cuando fuimos Carla y yo a visitar a Karolos y Rachel -todavía solteros en un apartamento de Brooklyn- el olor de sus calles, el ruido del tráfico y el latido que marca el ritmo de la que para mí es la mejor ciudad del mundo. 

No sé muy bien por qué -según mi madre es porque me encantaba el baloncesto- pero a los 8 años me obsesioné con esta ciudad. Empecé a coleccionar postales que pedía a todo el mundo que iba, recortaba fotografías de las revistas, grababa documentales en cintas VHS, compraba camisetas de la NBA, banderitas y hasta chantajeaba a mi madre para comprar Marshmallows durante la semana americana de El Corte Inglés. Con Carla tengo la broma de que en mi anterior vida fui yankee. He leído libros y revistas de la ciudad, me he suscrito a magazines y me es absolutamente imposible resistirme a una película en cuya sinopsis aparezca la palabra NYC por muy mala puntuación que tenga en filmaffinity. 

Me encanta engañarme a mí mismo pensando que alguna vez en mi vida viviré una época allí. Un mes, un verano, lo que dé de sí el visado de turista. El tiempo justo para sentirme un poco neoyorkino y no un viajero de pasada. Lo necesario para como decía F. Scott Fitzgerald, confluir con la ciudad y arrastrarla detrás al atravesar cada portal. 

Alquilaría un apartamento en el Village -posiblemente en Tribeca-, me perdería en la noche del Soho y caminaría cada día por el Lower East Side hasta Little Italy. Me atiborraría a cafés, visitaría con calma el Whitney, pondría el foco en pequeños sitios aislados imaginándome historias ficticias de misterios y sucesos y me quedaría mirando las calles como si fueran fotogramas de una de tantas películas. Además, iría al Madison a ver a los Knicks que tantas madrugadas estoy viendo por la tele y me comería después un perrito picante en el Nathan’s o un sandwich de pollo frito en el Chiky

Cada año cuando se acerca la primavera, abro inevitablemente google para mirar el precio de los vuelos y los hoteles fantaseando con ir una temporada en verano. El año pasado llegué incluso a ponerme en contacto con una conocida de Karolos que buscaba un intercambio de casas Nueva York- Barcelona para 3 semanas y que finalmente se echó atrás porque buscaba un sitio más cercano al mar. Ahora es invierno, todavía faltan 3 meses para la primavera y el runrún de Nueva York se ha activado antes de hora por culpa de mi amiga Clara, que está allí ahora mismo viviendo su pequeña gran historia neoyorkina. 

Sufro envidia sana, abro booking en mi pestaña de favoritos y miro apartamentos y hoteles para 3 personas en agosto. Nueva York. Carla, Camila y yo. A la vida poco más.

sábado, 18 de enero de 2025

La vida por suscripción

El otro día llegó a mi correo de forma aleatoria un artículo escrito por Mateo Sancho para la revista gq en 2016 titulado “¿Por qué estoy agotado si solo tengo 30 años?” Recuerdo que me encantó cuando lo leí en su día. Tenía 31 años, por aquel entonces vivía en Zaragoza y acababa de crear el estudio, por lo que en parte me sentía bastante identificado. Pero reconozco que me ha gustado todavía más ahora, que estoy en el precipicio de los 40 y que puedo decir que soy a la vez padre e hijo. Y este pequeño matiz es el que me ha hecho pensar en cómo he vivido observando y admirando a mis padres y en cómo ojalá mi hija pueda sentirse igual dentro de 40 años.

Resulta que vamos demasiado rápido, que estamos demasiado expuestos, que lo queremos todo para ya, que tenemos más FOMO que consciencia del presente y que además, para colmo, todo esto parece ir a peor. Pero esto ya lo sabíamos. Hace tiempo que no me asusta. Lo que me acojona de verdad es la forma en la que vamos a dejar nuestros recuerdos. Me explico. ¿Qué pasará cuando Google o Meta decida cerrar o modifique sus sistemas de almacenamiento en la nube dentro de 8 o 10 décadas? ¿Y cuando filmin o spotify desaparezca porque el fondo de inversión que la sostiene se vaya al garete? ¿Quién contará nuestras historias que hemos dejado en larguísimos audios de whatsapp, vídeos y reels de nuestros recuerdos en Instagram o millones de fotos en la suite de Google Drive? No lo tengo claro, porque quizás para cuando seamos viejos, la siguiente generación podrá escanear nuestra retina y hacer un backup de nuestras vidas encapsulándolo todo en un vídeo resumen de 1 minuto que se proyectará en nuestro funeral. 

Nuestras vidas están cada vez más sujetas a modelos de suscripción que nos ofrecen lo que buscamos durante un periodo determinado a cambio de dinero o de nuestros datos (que todavía tienen más valor). El día de mañana será muy complicado enseñar a nuestros hijos y nietos la colección de música que has ido haciendo a lo largo de tu vida, los libros con los que has crecido, las películas que te hicieron soñar y los álbumes de fotos que has ido completando desde tu infancia. Me imagino contándole a mi hija cómo conocí a su madre pero no poder enseñarle ninguna foto porque verás hija, resulta que Papá guardaba todo en el drive y de un día para otro perdió las contraseñas. También me imagino el día de su boda, dando un discurso que he ido escribiendo con los años pero que por caprichos del destino, la app me ha cancelado la cuenta por no renovar la suscripción. Me la imagino pidiéndome un año de Spotify o Netflix como regalo de los 18 o el nuevo iphone 30 el día de su graduación. Me imagino su futura casa de alquiler en el extrarradio que paga mensualmente por suscripción, compartiendo piso con 3 desconocidos que ha encontrado con otra app de suscripción, donde tiene instaladas pantallas digitales de pago que le recomiendan lo que tiene que comer, las horas que tiene que dormir acorde a su ritmo circadiano y con quién relacionarse según el algoritmo de una aplicación.

Cuando pienso en todo esto me entra un escalofrío, me refugio en mi cajón de las cosas analógicas y cargo de tinta la pluma de mi abuelo, pongo un carrete nuevo a la Olympus y hago sonar un vinilo como si eso fuese un pequeño paliativo para enfrentar el loco día a día del año 2025. Al cabo de un rato, cuando ya estoy de nuevo en la frecuencia adecuada, abro el ordenador y escribo en este pequeño espacio virtual de suscripción que algún día, cuando deje de ser rentable para alguien al otro lado del océano, echará el cierre para siempre y me pillará sin haber guardado todo el contenido en algún lugar de la nube.