sábado, 18 de enero de 2025

La vida por suscripción

El otro día llegó a mi correo de forma aleatoria un artículo escrito por Mateo Sancho para la revista gq en 2016 titulado “¿Por qué estoy agotado si solo tengo 30 años?” Recuerdo que me encantó cuando lo leí en su día. Tenía 31 años, por aquel entonces vivía en Zaragoza y acababa de crear el estudio, por lo que en parte me sentía bastante identificado. Pero reconozco que me ha gustado todavía más ahora, que estoy en el precipicio de los 40 y que puedo decir que soy a la vez padre e hijo. Y este pequeño matiz es el que me ha hecho pensar en cómo he vivido observando y admirando a mis padres y en cómo ojalá mi hija pueda sentirse igual dentro de 40 años.

Resulta que vamos demasiado rápido, que estamos demasiado expuestos, que lo queremos todo para ya, que tenemos más FOMO que consciencia del presente y que además, para colmo, todo esto parece ir a peor. Pero esto ya lo sabíamos. Hace tiempo que no me asusta. Lo que me acojona de verdad es la forma en la que vamos a dejar nuestros recuerdos. Me explico. ¿Qué pasará cuando Google o Meta decida cerrar o modifique sus sistemas de almacenamiento en la nube dentro de 8 o 10 décadas? ¿Y cuando filmin o spotify desaparezca porque el fondo de inversión que la sostiene se vaya al garete? ¿Quién contará nuestras historias que hemos dejado en larguísimos audios de whatsapp, vídeos y reels de nuestros recuerdos en Instagram o millones de fotos en la suite de Google Drive? No lo tengo claro, porque quizás para cuando seamos viejos, la siguiente generación podrá escanear nuestra retina y hacer un backup de nuestras vidas encapsulándolo todo en un vídeo resumen de 1 minuto que se proyectará en nuestro funeral. 

Nuestras vidas están cada vez más sujetas a modelos de suscripción que nos ofrecen lo que buscamos durante un periodo determinado a cambio de dinero o de nuestros datos (que todavía tienen más valor). El día de mañana será muy complicado enseñar a nuestros hijos y nietos la colección de música que has ido haciendo a lo largo de tu vida, los libros con los que has crecido, las películas que te hicieron soñar y los álbumes de fotos que has ido completando desde tu infancia. Me imagino contándole a mi hija cómo conocí a su madre pero no poder enseñarle ninguna foto porque verás hija, resulta que Papá guardaba todo en el drive y de un día para otro perdió las contraseñas. También me imagino el día de su boda, dando un discurso que he ido escribiendo con los años pero que por caprichos del destino, la app me ha cancelado la cuenta por no renovar la suscripción. Me la imagino pidiéndome un año de Spotify o Netflix como regalo de los 18 o el nuevo iphone 30 el día de su graduación. Me imagino su futura casa de alquiler en el extrarradio que paga mensualmente por suscripción, compartiendo piso con 3 desconocidos que ha encontrado con otra app de suscripción, donde tiene instaladas pantallas digitales de pago que le recomiendan lo que tiene que comer, las horas que tiene que dormir acorde a su ritmo circadiano y con quién relacionarse según el algoritmo de una aplicación.

Cuando pienso en todo esto me entra un escalofrío, me refugio en mi cajón de las cosas analógicas y cargo de tinta la pluma de mi abuelo, pongo un carrete nuevo a la Olympus y hago sonar un vinilo como si eso fuese un pequeño paliativo para enfrentar el loco día a día del año 2025. Al cabo de un rato, cuando ya estoy de nuevo en la frecuencia adecuada, abro el ordenador y escribo en este pequeño espacio virtual de suscripción que algún día, cuando deje de ser rentable para alguien al otro lado del océano, echará el cierre para siempre y me pillará sin haber guardado todo el contenido en algún lugar de la nube.