miércoles, 26 de febrero de 2025

Cómo ser Bill Murray

Estás en una esquina de Nueva York esperando a cruzar la calle. Ensimismado, no le prestas demasiada atención al mundo que te rodea. De pronto, alguien te tapa los ojos con las manos y te dice: ¿Quién soy? Nadie te hacía ese juego desde que estabas en primaria. Normalmente esta situación te alarmaría, pero la voz te resulta familiar. No acabas de saber quién habla, pero tienes la certeza de que se trata de un amigo. Te das la vuelta y es Bill Murray. Más alto de lo que esperabas y lleva la camisa arrugada. Empiezas a tartamudear, te cuesta encontrar las palabras, tu cabeza no puede procesar lo increíble de la situación. Él esboza una sonrisa, se te acerca y añade en voz baja: nadie te va a creer.

Así empieza Cómo ser Bill Murray, un libro escrito por Gavin Edwards y que ha sido sin duda una de las historias con las que más me he reído en los últimos años. Ídolo de mi infancia desde que vi Cazafantasmas con 10 años, este tipo que parece moverse por la vida como si fuera un escenario, es conocido no sólo por su consagrada carrera cinematográfica, sino también por sus excéntricas improvisaciones. Aparecía cantando en un karaoke con desconocidos, se colaba en una fiesta de estudiantes para fregar los platos, o te robaba las palomitas en el cine mientras veías una película con tu pareja. Sus apariciones eran de lo más variopintas, pero a todos les decía lo mismo: <<nadie te va a creer>>. 

Lo que al principio se pensaba que era una leyenda urbana de la ciudad de Nueva York, poco a poco fue confirmándose gracias a muchos testimonios y alguna prueba fotográfica. Imposible de desentrañar, vive sin agente y sin móvil y es la pesadilla de muchos directores por su impuntualidad y falta de compromiso. Monta congas, se pasea por ciudades en carrito de golf y es terriblemente complicado sacarse una foto con él porque para cuando eres realmente consciente de lo que está pasando, Bill ya se ha marchado.

Este libro es del año 2016 y está escrito a partir de décadas de testimonios y anécdotas de amigos, colegas de profesión y gente desconocida que ha tenido la suerte de ser víctima de sus bromas. La mayoría tuvieron lugar antes de que los smartphones, Instagram y Google fuesen un cortafuegos entre la vida real y la ficticia. Cuando no vivíamos en riguroso directo y las buenas historias pasaban de boca en boca hasta convertirse en leyendas. 

Hace años que no se sabe de sus peripecias ni apariciones fugaces. Yo quiero pensar que sigue esquivando las cámaras de los móviles y colándose para dar un discurso en la despedida de soltero de un desconocido, o metiéndose detrás de la barra de un bar a servir chupitos durante toda la noche. O tal vez, como dice el bueno de Gavin Edwards en su libro, todo apunta a que Bill esté improvisando y haciendo de este planeta un lugar más divertido, libre y amable sin que ninguno de nosotros lo sepamos.

martes, 18 de febrero de 2025

Paquita La Del Barrio

Paquita apagaba el puro y se encendía un whisky. Soñaba que dormía con un tigre pero en realidad era un gatito con las uñas cortadas. Para casarse buscaba un arquitecto y para divertirse un desalmado. Sin modales ni cumplidos, Paquita escupía veneno con cada palabra que salía por su boca. Se saltaba el protocolo engañando al que le engañaba, insultando al que le insultaba y queriendo al que le quería. Con una gran dosis de orgullo y más amor propio que compartido, la única historia de amor que conocía era la de Romeo y su nieta.

Hoy ha muerto Paquita La Del Barrio a los 77 años en Veracruz. Ella se va pero en mi memoria quedan muy vivas todas las noches que me emborraché en México escuchando sus canciones, invitando a tragos a desconocidos y bailando con la vida con esa mirada que tiene alguien que sabe con certeza que todo irá bien. 

Empecé escuchándola por casualidad en una cantina de Jalisco y terminó como favorita de mi playlist de rancheras durante 3 meses de viaje. Qué manera tan elegante y desgarrada de mandarlo todo al diablo. Qué forma tan bonita de odiar y llamar inútil a alguien. Qué placer volver a escucharte en tiempos de cancelación y música políticamente correcta. 

Estoy convencido de que hoy te estarás corriendo una buena juerga allí arriba. Sin permiso y sin mentiras. Sujetando un caballito de tequila con una mano y un cigarrillo en la otra. Apretando el gatillo en cada estrofa con el arte de quien sólo necesita una bala en la recámara. Destapando verdades y señalando sin miedo con tus canciones a todos aquellos que algún día jugaron al escondite con el amor y al final huyeron como rata de 2 patas. Los que nos quedamos aquí guardamos en tu honor un poquito de ese orgullo y valentía para mirar a alguien a los ojos y decirle sin piedad: ¿Me estás oyendo inútil? te estoy hablando a ti.

viernes, 31 de enero de 2025

El de Nueva York

 Nueva York es un sitio al que volvería una vez al año si pudiera. Una ciudad que me parece frenética y apasionante a partes iguales. Cada vez que alguien conocido viaja a Nueva York sufro una envidia sana incontrolable. Vuelvo a recordar aquella navidad de 2017 cuando fuimos Carla y yo a visitar a Karolos y Rachel -todavía solteros en un apartamento de Brooklyn- el olor de sus calles, el ruido del tráfico y el latido que marca el ritmo de la que para mí es la mejor ciudad del mundo. 

No sé muy bien por qué -según mi madre es porque me encantaba el baloncesto- pero a los 8 años me obsesioné con esta ciudad. Empecé a coleccionar postales que pedía a todo el mundo que iba, recortaba fotografías de las revistas, grababa documentales en cintas VHS, compraba camisetas de la NBA, banderitas y hasta chantajeaba a mi madre para comprar Marshmallows durante la semana americana de El Corte Inglés. Con Carla tengo la broma de que en mi anterior vida fui yankee. He leído libros y revistas de la ciudad, me he suscrito a magazines y me es absolutamente imposible resistirme a una película en cuya sinopsis aparezca la palabra NYC por muy mala puntuación que tenga en filmaffinity. 

Me encanta engañarme a mí mismo pensando que alguna vez en mi vida viviré una época allí. Un mes, un verano, lo que dé de sí el visado de turista. El tiempo justo para sentirme un poco neoyorkino y no un viajero de pasada. Lo necesario para como decía F. Scott Fitzgerald, confluir con la ciudad y arrastrarla detrás al atravesar cada portal. 

Alquilaría un apartamento en el Village -posiblemente en Tribeca-, me perdería en la noche del Soho y caminaría cada día por el Lower East Side hasta Little Italy. Me atiborraría a cafés, visitaría con calma el Whitney, pondría el foco en pequeños sitios aislados imaginándome historias ficticias de misterios y sucesos y me quedaría mirando las calles como si fueran fotogramas de una de tantas películas. Además, iría al Madison a ver a los Knicks que tantas madrugadas estoy viendo por la tele y me comería después un perrito picante en el Nathan’s o un sandwich de pollo frito en el Chiky

Cada año cuando se acerca la primavera, abro inevitablemente google para mirar el precio de los vuelos y los hoteles fantaseando con ir una temporada en verano. El año pasado llegué incluso a ponerme en contacto con una conocida de Karolos que buscaba un intercambio de casas Nueva York- Barcelona para 3 semanas y que finalmente se echó atrás porque buscaba un sitio más cercano al mar. Ahora es invierno, todavía faltan 3 meses para la primavera y el runrún de Nueva York se ha activado antes de hora por culpa de mi amiga Clara, que está allí ahora mismo viviendo su pequeña gran historia neoyorkina. 

Sufro envidia sana, abro booking en mi pestaña de favoritos y miro apartamentos y hoteles para 3 personas en agosto. Nueva York. Carla, Camila y yo. A la vida poco más.

sábado, 18 de enero de 2025

La vida por suscripción

El otro día llegó a mi correo de forma aleatoria un artículo escrito por Mateo Sancho para la revista gq en 2016 titulado “¿Por qué estoy agotado si solo tengo 30 años?” Recuerdo que me encantó cuando lo leí en su día. Tenía 31 años, por aquel entonces vivía en Zaragoza y acababa de crear el estudio, por lo que en parte me sentía bastante identificado. Pero reconozco que me ha gustado todavía más ahora, que estoy en el precipicio de los 40 y que puedo decir que soy a la vez padre e hijo. Y este pequeño matiz es el que me ha hecho pensar en cómo he vivido observando y admirando a mis padres y en cómo ojalá mi hija pueda sentirse igual dentro de 40 años.

Resulta que vamos demasiado rápido, que estamos demasiado expuestos, que lo queremos todo para ya, que tenemos más FOMO que consciencia del presente y que además, para colmo, todo esto parece ir a peor. Pero esto ya lo sabíamos. Hace tiempo que no me asusta. Lo que me acojona de verdad es la forma en la que vamos a dejar nuestros recuerdos. Me explico. ¿Qué pasará cuando Google o Meta decida cerrar o modifique sus sistemas de almacenamiento en la nube dentro de 8 o 10 décadas? ¿Y cuando filmin o spotify desaparezca porque el fondo de inversión que la sostiene se vaya al garete? ¿Quién contará nuestras historias que hemos dejado en larguísimos audios de whatsapp, vídeos y reels de nuestros recuerdos en Instagram o millones de fotos en la suite de Google Drive? No lo tengo claro, porque quizás para cuando seamos viejos, la siguiente generación podrá escanear nuestra retina y hacer un backup de nuestras vidas encapsulándolo todo en un vídeo resumen de 1 minuto que se proyectará en nuestro funeral. 

Nuestras vidas están cada vez más sujetas a modelos de suscripción que nos ofrecen lo que buscamos durante un periodo determinado a cambio de dinero o de nuestros datos (que todavía tienen más valor). El día de mañana será muy complicado enseñar a nuestros hijos y nietos la colección de música que has ido haciendo a lo largo de tu vida, los libros con los que has crecido, las películas que te hicieron soñar y los álbumes de fotos que has ido completando desde tu infancia. Me imagino contándole a mi hija cómo conocí a su madre pero no poder enseñarle ninguna foto porque verás hija, resulta que Papá guardaba todo en el drive y de un día para otro perdió las contraseñas. También me imagino el día de su boda, dando un discurso que he ido escribiendo con los años pero que por caprichos del destino, la app me ha cancelado la cuenta por no renovar la suscripción. Me la imagino pidiéndome un año de Spotify o Netflix como regalo de los 18 o el nuevo iphone 30 el día de su graduación. Me imagino su futura casa de alquiler en el extrarradio que paga mensualmente por suscripción, compartiendo piso con 3 desconocidos que ha encontrado con otra app de suscripción, donde tiene instaladas pantallas digitales de pago que le recomiendan lo que tiene que comer, las horas que tiene que dormir acorde a su ritmo circadiano y con quién relacionarse según el algoritmo de una aplicación.

Cuando pienso en todo esto me entra un escalofrío, me refugio en mi cajón de las cosas analógicas y cargo de tinta la pluma de mi abuelo, pongo un carrete nuevo a la Olympus y hago sonar un vinilo como si eso fuese un pequeño paliativo para enfrentar el loco día a día del año 2025. Al cabo de un rato, cuando ya estoy de nuevo en la frecuencia adecuada, abro el ordenador y escribo en este pequeño espacio virtual de suscripción que algún día, cuando deje de ser rentable para alguien al otro lado del océano, echará el cierre para siempre y me pillará sin haber guardado todo el contenido en algún lugar de la nube. 

lunes, 23 de diciembre de 2024

Bienvenida al mundo

El día antes de que nacieras era domingo, el sol de invierno se colaba por las contraventanas del balcón y tu madre y yo bailábamos en el salón para ver si así te animabas a salir. Comimos macarrones a la boloñesa con una buena dosis de tabasco, abrí una botella de vino que me había regalado mi padre y nos dormimos en el sofá viendo la trilogía de El Padrino. 

La casa olía muchísimo a eucalipto por las ramas que habíamos colocado en el árbol de navidad, que este año gracias a ti brilla como nunca. Salimos a dar una vuelta por la tarde para comprobar si había luna llena y terminamos tomando unas cañas en una terraza de Enrique Granados (agua con gas para tu madre).

Te hiciste esperar 287 días. Ni más ni menos. Aunque a nosotros nos pareció una eternidad. A las 8.30 de la mañana de un lunes viniste al mundo para alegrarnos la vida. Ese día no sabes muy bien por qué pero lo entiendes todo y al mismo tiempo no entiendes nada. Te abrazas, lloras, sonríes y te prometes a ti mismo que todo irá bien. 

Desde el lunes tu madre y yo dormimos a tiempo parcial y te miramos a jornada completa. Cambiamos pañales, devoramos manuales de instrucciones y no dejamos de recibir visitas y ramos de flores. Uno de ellos en concreto, enviado por parte de mis primas, venía con unas líneas muy emotivas que he guardado en un cajón y algún día te enseñaré y me preguntarás por mi familia, que también es la tuya, y te responderé lo mismo que le dije a tu madre cuando leí emocionado la nota; “la vida, a veces duele y a veces es maravillosa.” 

Bienvenida al planeta Tierra Camila.



jueves, 7 de noviembre de 2024

El gazpacho de mi abuela

Una de las cosas que más echo de menos en mi vida gastronómica actual es la comida de mi abuela. No porque fuera especialmente sofisticada, sino porque estaba llena de verdad. Mi abuela es de Navarra, aunque como dice ella, nació por accidente en Barcelona. Ha visto crecer a 4 generaciones y ha dado de comer a tres. Se podía pasar días enteros en la cocina cuando se acercaba una fecha importante como la nochebuena o navidad, pero para mí, donde brillaba especialmente su cocina era en las distancias cortas, en el día a día. Siendo una familia bastante numerosa, teníamos que turnarnos los días de la semana para ir a comer a su casa. Unos primos íbamos los martes, algunas madres los miércoles, otros tíos los jueves y así hasta que por fin llegaba el domingo, que ya no recibía a nadie porque le tocaba arreglarse para ir a misa y al aperitivo familiar. 

Mi perdición absoluta siempre ha sido el gazpacho de la abuela. Ansiaba que llegara mayo para encontrarme cada martes (era el día que me tocaba ir a su casa) en la nevera ese gigantesco puchero lleno de gazpacho. Olía a ajo y vinagre desde la escalera de Leon XIII. Le pedí durante años la receta para enmarcarla y perpetuarla por los siglos de los siglos, pero ella siempre decía lo mismo, que cocinaba a ojo, sin cantidades ni tiempos. Con cariño y con verdad, como tiene que ser todo en la vida. 

Una vez entrabas en esa cocina con azulejos verdes y blancos y cogías una cuchara ya era muy difícil escaparse. Y sino que se lo pregunten a mi amigo griego Karolos, que cuando estuvo en Valencia de Erasmus vino a visitarme un fin de semana a Zaragoza y le llevé a probar el gazpacho de mi abuela. Como si fuera un ritual que no puedes saltarte en mi familia. Le gustó tanto que mi abuelo decidió prepararle un tupper con lo que sobró para que se lo tomara después del partido que fuimos a ver a la Romareda. Ahora vive en Nueva York, hablamos cada cierto tiempo y cuando fuimos a verle en 2018 a su casa en Brooklyn lo primero que me preguntó al llegar fue, ¿ya tienes la receta del gazpachito de la abuela?.

Lo cierto es que no. No la tengo y nunca la tendré. Pero cuando llega la primavera me sigue acompañando esa obsesión inconsciente por probar diferentes gazpachos para ver si por casualidad algún día encuentro uno similar. Y lo más divertido de todo es que mi amigo Karolos me confesó que durante años también hizo lo mismo. Ahora mismo tengo una receta que he ido mejorando desde la pandemia y que si los tomates están en su punto, el vinagre no está muy agrio y las cabezas de ajo no son demasiado grandes, puede tener un cierto parecido. Pero como creo que mi opinión está muy sesgada, tendré que esperar a que venga Karolos para confirmarlo. 

Feliz Jueves.



martes, 15 de octubre de 2024

Ellas

Difícil resumir en unas líneas toda una boda. Y más aún si es la boda de dos de tus mejores amigas. Y más todavía cuando las quieres y las aprecias y las admiras y... En fin, a ver si sale bien. Allá voy.

Resulta que era sábado 12 de Octubre. Un año aproximadamente esperando este día. Laura y Marta se casan y Carla y yo somos los maestros de ceremonia. ¿Quién dijo nervios? A mí esa mañana me temblaban hasta las pestañas. Y es que por mucho que lo escribas, por más que lo ensayes y por muy acostumbrado que estés a hablar en público, oficiar esta ceremonia tenía un valor añadido. Ellas. 

Marta y Laura. Laura y Marta. Las conocí siendo ya un ejército de dos. Valientes, unidas y con una cosa muy clara: el amor es jugársela. De principio a fin, con todas sus consecuencias. Apostándolo todo a una carta a sabiendas que no siempre se gana. Y es que en esto del amor no existen fórmulas ni algoritmos. El único secreto son las virtudes. Una vez leí que las cosas suceden cuando uno quiere hacerlas. Y precisamente hacer que las cosas pasen es una de sus grandes virtudes. 

Poc a poc, sin prisa pero sin pausa. Unas veces usando el seny y otras la rauxa. Dejando que el amor se abra camino siempre fieles a su estilo y su forma de querer. Entendiéndolo de la única manera que puede entenderse; desde el corazón. Porque el amor es latido, es piel. Es tocar el cielo un rato. Vivir en estado de gracia. Caminar sin pisar el suelo consiguiendo que el tiempo se detenga.

Juntarnos a todos ese día también es hacer que las cosas pasen. Porque todos los que estábamos ahí presentes habíamos formado parte de su historia en algún momento. Amigos, amigas, parejas y familias. En mi caso nos conocimos en una pizzería de Sant Cugat como ese chico de Zaragoza que estaba quedando con Carla, y el sábado, diez años después, estaba acompañándolas en ese día tan bonito como su amigo. Por el camino hemos reído mucho, hemos bailado, hemos sentido que el mundo nos pertenecía y hasta hemos compartido techo durante unos meses. Por eso me encantó estar ahí con ellas, dando fé de que la amistad, al igual que el amor, es un pacto sin condiciones, verdadero y desinteresado. 

Hace unas semanas, mientras arreglábamos el mundo con unas cervezas en Sant Cugat, entre fotos de viajes, recuerdos del pasado y propósitos para el futuro, terminamos haciendo un cuestionario entre los 4 donde hablábamos del amor, la amistad y de todos los valores que comparten entre ellas dos. Me encantó descubrir la admiración y el compromiso que sentían la una por la otra. Conocer lo que era un día perfecto en sus vidas y saber lo que más valoran de su relación. En mis notas del móvil lo bauticé como: quererse bien. Porque quererse es una cosa, pero quererse bien sólo se consigue con amor, práctica y ganas, muchas ganas. Pero de todas esas preguntas del cuestionario, la respuesta que más que me gustó fue la que contestaba a ¿qué le dirías a tu yo del pasado el día que os conocisteis? Me gustó tanto la respuesta que tuve que abrir de nuevo las notas del móvil y apuntarla. Dijeron: "Atrévete. Confía en ti. Todo irá bien."

Y ahí estábamos, diez años después, como si aquel 4 de octubre realmente se hubieran dado ese consejo. Porque la gran metáfora de la vida es que sólo se puede entender hacia atrás pero se vive hacia delante. Unos lo llaman karma, otros suerte y otros destino.

Precisamente el destino había querido que estuviéramos allí, en una ceremonia que no podía terminar sin los votos y una palabra que Carla y yo sentíamos que ese día las representaba a la perfección. Esa palabra era beso.Y es que el beso es una forma de diálogo, un roce de promesas y la bandera más bonita que puede tener la libertad. Besar es el verbo más sincero, el lenguaje más usado y el tesoro más buscado. Por eso no hay religión más verdadera que el amor entre dos personas que se quieren. Así que aquí, ahora y para siempre, la mejor forma de entenderlo es pedirles que se besen. 

Sed muy felices. Os quiero.





lunes, 26 de agosto de 2024

Notas del verano 2024

Este verano me he dedicado a observar todo lo que sucede cuando no sucede nada. Darle valor a las cosas por el mero hecho de que ocurran. Una sobremesa en familia, el manguerazo de agua fría, los helados a cualquier hora, una peli al aire libre, el tormentón de media tarde. Verano es poder pulsar el botón "posponer" y tener la sensación de que en cualquier momento son las 8 de la tarde. Es como tener siempre el día bueno, como si caminases y de fondo sonase el tonight tonight del anuncio de Estrella en bucle. A finales de agosto, si has hecho las cosas bien, deberías terminar con un par de kilos más. El pelo y las uñas crecen más rápido, las pulsaciones se desploman y lo extraordinario comienza a convertirse en cotidiano. En verano todo es mejor, todo me gusta más. Por eso este año he ido apuntando en mis notas del móvil esas pequeñas cosas que por algún motivo me han hecho vibrar un poco más de la cuenta. Aquí van algunas:

Sabor salado de los Ronaldos. Un tema que funciona a la perfección en cualquier momento del verano, lo he comprobado. Y también añado como bonus track La vida cañón de Alcalá Norte, que me conecta con los veraneos universitarios cuando vivíamos sin permiso en una fiesta continua.

El arroz con bogavante del És! Carxofa, en Púbol. La cocina existe cuando las cosas tienen el gusto de lo que son - Curnonsky

La película 8 montañas de Felix Van Groeningen. Un pellizco en el corazón para todos los que tenemos un escondite en la montaña y un buen amigo con quien compartirlo.

La ecografía de las 20 semanas de Camila y la mirada de Carla apretándome la mano cuando el médico dijo que todo estaba bien. 

La frase de un abuelo surfista cuando en la playa de Les Estagnots le escuché decir que a su edad ya sólo le interesaba el vértigo. Quizás haya algo de verdad en eso de que el riesgo nos mantiene jóvenes.

Feria de Ana Iris Simón. Porque seguramente la vida sea eso y poco más. Unas cuantas camisetas de crío secándose al sol y unos cuantos cubos de pintura llenos de tierra y geranios. 

La playa de la Gravière en marea baja, el olor a gofre de su paseo marítimo y el sabor del Atlántico cuando te pega un revolcón. Mi cita con Carla en Chez Pif, el lugar donde planificamos nuestra boda. Sus ostras, su pan con mantequilla y el rosé con vistas al lago.

Escuchar llorar a Antón, el hijo de mi amigo Dani que acaba de llegar al mundo y que sin duda es la banda sonora más bonita de este verano.

El reencuentro con mi prima Inés en un sueño tan real que no quería que terminase. Las cicatrices que más duelen son las que no se ven.

Reconciliarme con el mundo frente a la barra del bar Olimpic, en Barcelona, con unas cervezas de tubo, unas almendras fritas y dos de mis mejores amigos.

El sol, el viento y el mar de Altafulla, ese rinconcito del mediterráneo donde la tarde se alarga hasta que cae el sol por el castillo de Tamarit tiñiendo de naranja todos mis recuerdos de aquel 29 de julio de 2022.

El hotel rural Mas Generòs, sus desayunos de dos horas al aire libre y su tarta Lemon Curd que sabía a gloria bendita. 

Los 69 de mi padre en Biescas, su nueva afición por la magia y el reencuentro con amigos que no veía desde hace más de 10 años. 

Los despertadores que terminan convirtiéndose en puras intenciones, el helado de requesón con higos en la Rosita. Los gintonics sin remordimientos. Las charangas de pueblo. La mayonesa. Bate que bate. Y otro gintonic. Y mañana ya veremos.

martes, 30 de julio de 2024

Lo de Julio

 Termina mi primer mes de julio como profesor, o lo que es lo mismo, mis primeras vacaciones escolares desde que acabé la universidad. El 28 de junio cerraba las puertas el colegio donde trabajo hasta el 1 de septiembre, fecha en la que comienza el nuevo curso 24-25. Todo ha pasado demasiado rápido. Cuatro semanas en las que había un checklist que cumplir (todavía no se ha cumplido) para irme de Barcelona tranquilo todo el mes de agosto.

 Las mañanas las he cubierto con encargos que aún conservo como freelance para algunas marcas. Diseño, redacción y paid media me mantenían ocupado al menos hasta las 12 del mediodía, momento en el que solía acercarme al mercado para innovar con mi receta del día. He cocinado algunos platos interesantes, ninguno brillante. Aunque me quedo con un rape con almejas y espárragos que sentó cátedra en esta cocina. De las tardes largas y calurosas se ha encargado Filmin, la piscina de mis suegros y la de Roque, que siempre terminaban con unas cervezas fresquitas en la terraza, un ukelele desafinado y algo de música improvisada.

El segundo fin de semana nos visitaron mis padres y el tercero vino Goyo desde Madrid huyendo de la primera ola de calor del verano. Vimos El resplandor en el cine a la fresca de Montjuic, nos marcamos una paella en el puerto de Aiguadolç y terminamos la noche brindando en la azotea del hotel The Corner enfrente de casa. Refundamos el mundo por unas horas, nos emborrachamos de amistad y dejamos claro que seremos jóvenes mucho tiempo. 

La última semana cambié el calor y el ruido de la ciudad por el aire fresco y las noches despejadas de la montaña. Seis días de escapada con amigos en Biescas sin otro plan que madrugar para hacer excursiones y alargar las madrugadas con vino y cerveza. Lo primero lo cumplí a pesar de que no entraba en mis planes caminar rutas de 7 horas a 2.800 metros de altitud. En lo segundo, lo de las madrugadas, me quedé en el primer punto de avituallamiento. Supongo que fue por mal de altura, o por falta de entrenamiento. El caso es que durante estos días con Cucho, Quique, Roque, Gascón y Carreras, han quedado claras unas cuantas cosas que conviene dejar por escrito:

- Para calcular tu límite de pulsaciones tienes que restar tu edad a 220, o subir al refugio de Góriz en verano, del tirón y sin entrenar. Comprobado por Ignacio Carreras.

- Siempre se hace corto de cervezas y siempre hay un último bar que cerrar. Aunque sea el único Irish Pub con música cubana de todo el Pirineo.

- Se puede teletrabajar desde la Cola de Caballo, en el Parque Nacional de Ordesa para ser más exactos. Enrique Guillén lo constató.

- La mejor tortilla de patata de Ricardo Malumbres no lleva cebolla, porque la tortilla de patata no lleva cebolla. Amén.

- Para estar limpio hay que ducharse entre 3 y 5 veces al día, dependiendo de los chombitos en la piscina y del esfuerzo físico que uno haga. Así lo cumple Dani Gascón.

- Ir al Pirineo con amigos "en plan detox" es la mayor mentira que nos podemos contar. Demostrado y experimentado por todos. 

Al año que viene más y mejor. Feliz mes de agosto.


miércoles, 3 de julio de 2024

El efecto Bali

 Cuando tenía 20 años, Bali era ese lugar al que todos queríamos ir alguna vez en nuestra vida para sentirnos como Shane Dorian surfeando en la mítica película En las manos de Dios. Llegar a playas desiertas cargando la tabla en una scooter de 50cc sin casco, alojarnos en un bote de pescadores locales fondeado en el reef donde rompen las olas, y recorrer los templos en chancletas el día que sale plato.

Como no podíamos hacerlo porque en los 2000 sólo iban a Indo los profesionales y algún cámara de revista como 360, Surfer Rule o Cutback, nos conformábamos con escuchar las historias que nos contaban Capi y Nacho cada verano en la Escuela Cántabra de Surf. 

La primera vez que pisé Somo fue con 16 años, en una casa que alquilaba mi amigo Roque con su familia el mes de Julio. Allí fue la primera vez que me puse un neopreno y entré al agua en un cursillo de una semana donde debuté cortando con la quilla a otro chaval al que pasé por encima en una espuma. Por las mañanas hacíamos surf y por las tardes íbamos a comer pipas y a patinar con el skate de Roque al bowling que había enfrente del rompeolas. Repetimos 3 años seguidos con su familia y cada verano se iban incorporando nuevos amigos al plan. Cuando ya teníamos 18, cambiamos las tardes de pipas por cervezas de trigo en el Australian bar, la única cervecería del pueblo donde acudían los mayores después del último baño del día, para tomar cervezas y ver vídeos de surf en el proyector. La gente iba descalza y en aquella época se podía fumar dentro de los bares. El sitio estaba decorado con tablas, una mandíbula de tiburón blanco y fotos de los monitores de la escuela en sus viajes por el mundo. Allí trabajaban sus novias poniendo pintas de cerveza y sirviendo hamburguesas con patatas fritas. El día que teníamos suerte se sentaban con nosotros Nacho o Capi y nos contaban alguna aventura de sus viajes a Indonesia en la temporada de invierno, cuando en Somo no quedaban ni las vacas. Roque y yo soñábamos con ir algún día allí para poder volver en verano con cicatrices del arrecife de coral y engrandecer esas historias como si fuéramos leyendas de la zona, pero teníamos que conformarnos con ahorrar lo suficiente como para poder seguir yendo a Somo 10 días al año. 

Con los años los padres de Roque dejaron de alquilar el apartamento en primera línea de playa y nosotros seguimos yendo cada mes de Julio al camping de Latas, un camping muy cutre donde muchas familias pasaban el verano en sus autocaravanas y dejaban una parte de la pradera para que los surfistas instalasen sus tiendas. Por las noches había cine infantil proyectado en el muro de la caseta y en el bar del camping se comía el menú del día, que casi siempre incluía fabes con chorizo. Al final de la esplanada del camping había un microbus camperizado que era donde vivían los monitores de la escuela durante los meses de verano. Por las noches se dormía pronto y a las 7 de la mañana casi sin hacer ruido, después de engullir unas galletas María y un Cacaolat, te ibas al agua cruzando el camino de eucaliptos que te llevaba hasta la playa. Todavía con marea baja, glassy y sin un pelo de viento. Con suerte no había más de 3 personas en el agua y uno de ellos era el de salvamento marítimo. A las 10, después del baño, íbamos al desayuno del camping, que consistía en leche fresca con magdalenas y tostadas XL de mantequilla y mermelada casera. Por el día nos quedábamos en la playa viendo los cursillos y aprendiendo a tocar la guitarra y por la noche volvíamos al Australian para escuchar historietas con una hamburguesa y una cerveza Hoegaarden que a mí me sabía a champú. 

Pasados algunos veranos dejamos de ir al camping de latas. Roque fue padre y yo cambié Cantabria por Hossegor. Hoy, mientras desayunaba, me ha salido un anuncio en Instagram del camping de latas (@latassurf). Ha sido imposible no entrar y pensar que me había equivocado de perfil. El bar del menú ahora es un puesto de poke bowls, paellas y good vibes. El rinconcito del cine a la fresca es una carpa para el DJ y la caseta de recepción un mini skate park. El letrero de la entrada, donde estaba la barrera, ya no dice "Bienvenidos al camping de latas", ahora se lee "Real Surf Culture", y el microbús de los monitores lo han cambiado por una pista de voley playa. Por las mañanas se hace Yoga SUP y por las tardes selfies. Las autocaravanas familiares son ahora Land Rover Defender con tiendas en el techo y la gente no va descalza, lleva Birkenstock. De pronto pienso que lo han conseguido, que ya no es necesario ir a Bali para hacer check en la casilla de "surf-trip". Que lo que nosotros soñábamos con las historias de Capi está ahora en formato cápsula en el camping de latas. Que las historias en el fondo han dejado de ser historias. Ahora son stories

Feliz Miércoles y larga vida al Australian.