lunes, 23 de diciembre de 2024

Bienvenida al mundo

El día antes de que nacieras era domingo, el sol de invierno se colaba por las contraventanas del balcón y tu madre y yo bailábamos en el salón para ver si así te animabas a salir. Comimos macarrones a la boloñesa con una buena dosis de tabasco, abrí una botella de vino que me había regalado mi padre y nos dormimos en el sofá viendo la trilogía de El Padrino. 

La casa olía muchísimo a eucalipto por las ramas que habíamos colocado en el árbol de navidad, que este año gracias a ti brilla como nunca. Salimos a dar una vuelta por la tarde para comprobar si había luna llena y terminamos tomando unas cañas en una terraza de Enrique Granados (agua con gas para tu madre).

Te hiciste esperar 287 días. Ni más ni menos. Aunque a nosotros nos pareció una eternidad. A las 8.30 de la mañana de un lunes viniste al mundo para alegrarnos la vida. Ese día no sabes muy bien por qué pero lo entiendes todo y al mismo tiempo no entiendes nada. Te abrazas, lloras, sonríes y te prometes a ti mismo que todo irá bien. 

Desde el lunes tu madre y yo dormimos a tiempo parcial y te miramos a jornada completa. Cambiamos pañales, devoramos manuales de instrucciones y no dejamos de recibir visitas y ramos de flores. Uno de ellos en concreto, enviado por parte de mis primas, venía con unas líneas muy emotivas que he guardado en un cajón y algún día te enseñaré y me preguntarás por mi familia, que también es la tuya, y te responderé lo mismo que le dije a tu madre cuando leí emocionado la nota; “la vida, a veces duele y a veces es maravillosa.” 

Bienvenida al planeta Tierra Camila.



jueves, 7 de noviembre de 2024

El gazpacho de mi abuela

Una de las cosas que más echo de menos en mi vida gastronómica actual es la comida de mi abuela. No porque fuera especialmente sofisticada, sino porque estaba llena de verdad. Mi abuela es de Navarra, aunque como dice ella, nació por accidente en Barcelona. Ha visto crecer a 4 generaciones y ha dado de comer a tres. Se podía pasar días enteros en la cocina cuando se acercaba una fecha importante como la nochebuena o navidad, pero para mí, donde brillaba especialmente su cocina era en las distancias cortas, en el día a día. Siendo una familia bastante numerosa, teníamos que turnarnos los días de la semana para ir a comer a su casa. Unos primos íbamos los martes, algunas madres los miércoles, otros tíos los jueves y así hasta que por fin llegaba el domingo, que ya no recibía a nadie porque le tocaba arreglarse para ir a misa y al aperitivo familiar. 

Mi perdición absoluta siempre ha sido el gazpacho de la abuela. Ansiaba que llegara mayo para encontrarme cada martes (era el día que me tocaba ir a su casa) en la nevera ese gigantesco puchero lleno de gazpacho. Olía a ajo y vinagre desde la escalera de Leon XIII. Le pedí durante años la receta para enmarcarla y perpetuarla por los siglos de los siglos, pero ella siempre decía lo mismo, que cocinaba a ojo, sin cantidades ni tiempos. Con cariño y con verdad, como tiene que ser todo en la vida. 

Una vez entrabas en esa cocina con azulejos verdes y blancos y cogías una cuchara ya era muy difícil escaparse. Y sino que se lo pregunten a mi amigo griego Karolos, que cuando estuvo en Valencia de Erasmus vino a visitarme un fin de semana a Zaragoza y le llevé a probar el gazpacho de mi abuela. Como si fuera un ritual que no puedes saltarte en mi familia. Le gustó tanto que mi abuelo decidió prepararle un tupper con lo que sobró para que se lo tomara después del partido que fuimos a ver a la Romareda. Ahora vive en Nueva York, hablamos cada cierto tiempo y cuando fuimos a verle en 2018 a su casa en Brooklyn lo primero que me preguntó al llegar fue, ¿ya tienes la receta del gazpachito de la abuela?.

Lo cierto es que no. No la tengo y nunca la tendré. Pero cuando llega la primavera me sigue acompañando esa obsesión inconsciente por probar diferentes gazpachos para ver si por casualidad algún día encuentro uno similar. Y lo más divertido de todo es que mi amigo Karolos me confesó que durante años también hizo lo mismo. Ahora mismo tengo una receta que he ido mejorando desde la pandemia y que si los tomates están en su punto, el vinagre no está muy agrio y las cabezas de ajo no son demasiado grandes, puede tener un cierto parecido. Pero como creo que mi opinión está muy sesgada, tendré que esperar a que venga Karolos para confirmarlo. 

Feliz Jueves.



martes, 15 de octubre de 2024

Ellas

Difícil resumir en unas líneas toda una boda. Y más aún si es la boda de dos de tus mejores amigas. Y más todavía cuando las quieres y las aprecias y las admiras y... En fin, a ver si sale bien. Allá voy.

Resulta que era sábado 12 de Octubre. Un año aproximadamente esperando este día. Laura y Marta se casan y Carla y yo somos los maestros de ceremonia. ¿Quién dijo nervios? A mí esa mañana me temblaban hasta las pestañas. Y es que por mucho que lo escribas, por más que lo ensayes y por muy acostumbrado que estés a hablar en público, oficiar esta ceremonia tenía un valor añadido. Ellas. 

Marta y Laura. Laura y Marta. Las conocí siendo ya un ejército de dos. Valientes, unidas y con una cosa muy clara: el amor es jugársela. De principio a fin, con todas sus consecuencias. Apostándolo todo a una carta a sabiendas que no siempre se gana. Y es que en esto del amor no existen fórmulas ni algoritmos. El único secreto son las virtudes. Una vez leí que las cosas suceden cuando uno quiere hacerlas. Y precisamente hacer que las cosas pasen es una de sus grandes virtudes. 

Poc a poc, sin prisa pero sin pausa. Unas veces usando el seny y otras la rauxa. Dejando que el amor se abra camino siempre fieles a su estilo y su forma de querer. Entendiéndolo de la única manera que puede entenderse; desde el corazón. Porque el amor es latido, es piel. Es tocar el cielo un rato. Vivir en estado de gracia. Caminar sin pisar el suelo consiguiendo que el tiempo se detenga.

Juntarnos a todos ese día también es hacer que las cosas pasen. Porque todos los que estábamos ahí presentes habíamos formado parte de su historia en algún momento. Amigos, amigas, parejas y familias. En mi caso nos conocimos en una pizzería de Sant Cugat como ese chico de Zaragoza que estaba quedando con Carla, y el sábado, diez años después, estaba acompañándolas en ese día tan bonito como su amigo. Por el camino hemos reído mucho, hemos bailado, hemos sentido que el mundo nos pertenecía y hasta hemos compartido techo durante unos meses. Por eso me encantó estar ahí con ellas, dando fé de que la amistad, al igual que el amor, es un pacto sin condiciones, verdadero y desinteresado. 

Hace unas semanas, mientras arreglábamos el mundo con unas cervezas en Sant Cugat, entre fotos de viajes, recuerdos del pasado y propósitos para el futuro, terminamos haciendo un cuestionario entre los 4 donde hablábamos del amor, la amistad y de todos los valores que comparten entre ellas dos. Me encantó descubrir la admiración y el compromiso que sentían la una por la otra. Conocer lo que era un día perfecto en sus vidas y saber lo que más valoran de su relación. En mis notas del móvil lo bauticé como: quererse bien. Porque quererse es una cosa, pero quererse bien sólo se consigue con amor, práctica y ganas, muchas ganas. Pero de todas esas preguntas del cuestionario, la respuesta que más que me gustó fue la que contestaba a ¿qué le dirías a tu yo del pasado el día que os conocisteis? Me gustó tanto la respuesta que tuve que abrir de nuevo las notas del móvil y apuntarla. Dijeron: "Atrévete. Confía en ti. Todo irá bien."

Y ahí estábamos, diez años después, como si aquel 4 de octubre realmente se hubieran dado ese consejo. Porque la gran metáfora de la vida es que sólo se puede entender hacia atrás pero se vive hacia delante. Unos lo llaman karma, otros suerte y otros destino.

Precisamente el destino había querido que estuviéramos allí, en una ceremonia que no podía terminar sin los votos y una palabra que Carla y yo sentíamos que ese día las representaba a la perfección. Esa palabra era beso.Y es que el beso es una forma de diálogo, un roce de promesas y la bandera más bonita que puede tener la libertad. Besar es el verbo más sincero, el lenguaje más usado y el tesoro más buscado. Por eso no hay religión más verdadera que el amor entre dos personas que se quieren. Así que aquí, ahora y para siempre, la mejor forma de entenderlo es pedirles que se besen. 

Sed muy felices. Os quiero.





lunes, 26 de agosto de 2024

Notas del verano 2024

Este verano me he dedicado a observar todo lo que sucede cuando no sucede nada. Darle valor a las cosas por el mero hecho de que ocurran. Una sobremesa en familia, el manguerazo de agua fría, los helados a cualquier hora, una peli al aire libre, el tormentón de media tarde. Verano es poder pulsar el botón "posponer" y tener la sensación de que en cualquier momento son las 8 de la tarde. Es como tener siempre el día bueno, como si caminases y de fondo sonase el tonight tonight del anuncio de Estrella en bucle. A finales de agosto, si has hecho las cosas bien, deberías terminar con un par de kilos más. El pelo y las uñas crecen más rápido, las pulsaciones se desploman y lo extraordinario comienza a convertirse en cotidiano. En verano todo es mejor, todo me gusta más. Por eso este año he ido apuntando en mis notas del móvil esas pequeñas cosas que por algún motivo me han hecho vibrar un poco más de la cuenta. Aquí van algunas:

Sabor salado de los Ronaldos. Un tema que funciona a la perfección en cualquier momento del verano, lo he comprobado. Y también añado como bonus track La vida cañón de Alcalá Norte, que me conecta con los veraneos universitarios cuando vivíamos sin permiso en una fiesta continua.

El arroz con bogavante del És! Carxofa, en Púbol. La cocina existe cuando las cosas tienen el gusto de lo que son - Curnonsky

La película 8 montañas de Felix Van Groeningen. Un pellizco en el corazón para todos los que tenemos un escondite en la montaña y un buen amigo con quien compartirlo.

La ecografía de las 20 semanas de Camila y la mirada de Carla apretándome la mano cuando el médico dijo que todo estaba bien. 

La frase de un abuelo surfista cuando en la playa de Les Estagnots le escuché decir que a su edad ya sólo le interesaba el vértigo. Quizás haya algo de verdad en eso de que el riesgo nos mantiene jóvenes.

Feria de Ana Iris Simón. Porque seguramente la vida sea eso y poco más. Unas cuantas camisetas de crío secándose al sol y unos cuantos cubos de pintura llenos de tierra y geranios. 

La playa de la Gravière en marea baja, el olor a gofre de su paseo marítimo y el sabor del Atlántico cuando te pega un revolcón. Mi cita con Carla en Chez Pif, el lugar donde planificamos nuestra boda. Sus ostras, su pan con mantequilla y el rosé con vistas al lago.

Escuchar llorar a Antón, el hijo de mi amigo Dani que acaba de llegar al mundo y que sin duda es la banda sonora más bonita de este verano.

El reencuentro con mi prima Inés en un sueño tan real que no quería que terminase. Las cicatrices que más duelen son las que no se ven.

Reconciliarme con el mundo frente a la barra del bar Olimpic, en Barcelona, con unas cervezas de tubo, unas almendras fritas y dos de mis mejores amigos.

El sol, el viento y el mar de Altafulla, ese rinconcito del mediterráneo donde la tarde se alarga hasta que cae el sol por el castillo de Tamarit tiñiendo de naranja todos mis recuerdos de aquel 29 de julio de 2022.

El hotel rural Mas Generòs, sus desayunos de dos horas al aire libre y su tarta Lemon Curd que sabía a gloria bendita. 

Los 69 de mi padre en Biescas, su nueva afición por la magia y el reencuentro con amigos que no veía desde hace más de 10 años. 

Los despertadores que terminan convirtiéndose en puras intenciones, el helado de requesón con higos en la Rosita. Los gintonics sin remordimientos. Las charangas de pueblo. La mayonesa. Bate que bate. Y otro gintonic. Y mañana ya veremos.

martes, 30 de julio de 2024

Lo de Julio

 Termina mi primer mes de julio como profesor, o lo que es lo mismo, mis primeras vacaciones escolares desde que acabé la universidad. El 28 de junio cerraba las puertas el colegio donde trabajo hasta el 1 de septiembre, fecha en la que comienza el nuevo curso 24-25. Todo ha pasado demasiado rápido. Cuatro semanas en las que había un checklist que cumplir (todavía no se ha cumplido) para irme de Barcelona tranquilo todo el mes de agosto.

 Las mañanas las he cubierto con encargos que aún conservo como freelance para algunas marcas. Diseño, redacción y paid media me mantenían ocupado al menos hasta las 12 del mediodía, momento en el que solía acercarme al mercado para innovar con mi receta del día. He cocinado algunos platos interesantes, ninguno brillante. Aunque me quedo con un rape con almejas y espárragos que sentó cátedra en esta cocina. De las tardes largas y calurosas se ha encargado Filmin, la piscina de mis suegros y la de Roque, que siempre terminaban con unas cervezas fresquitas en la terraza, un ukelele desafinado y algo de música improvisada.

El segundo fin de semana nos visitaron mis padres y el tercero vino Goyo desde Madrid huyendo de la primera ola de calor del verano. Vimos El resplandor en el cine a la fresca de Montjuic, nos marcamos una paella en el puerto de Aiguadolç y terminamos la noche brindando en la azotea del hotel The Corner enfrente de casa. Refundamos el mundo por unas horas, nos emborrachamos de amistad y dejamos claro que seremos jóvenes mucho tiempo. 

La última semana cambié el calor y el ruido de la ciudad por el aire fresco y las noches despejadas de la montaña. Seis días de escapada con amigos en Biescas sin otro plan que madrugar para hacer excursiones y alargar las madrugadas con vino y cerveza. Lo primero lo cumplí a pesar de que no entraba en mis planes caminar rutas de 7 horas a 2.800 metros de altitud. En lo segundo, lo de las madrugadas, me quedé en el primer punto de avituallamiento. Supongo que fue por mal de altura, o por falta de entrenamiento. El caso es que durante estos días con Cucho, Quique, Roque, Gascón y Carreras, han quedado claras unas cuantas cosas que conviene dejar por escrito:

- Para calcular tu límite de pulsaciones tienes que restar tu edad a 220, o subir al refugio de Góriz en verano, del tirón y sin entrenar. Comprobado por Ignacio Carreras.

- Siempre se hace corto de cervezas y siempre hay un último bar que cerrar. Aunque sea el único Irish Pub con música cubana de todo el Pirineo.

- Se puede teletrabajar desde la Cola de Caballo, en el Parque Nacional de Ordesa para ser más exactos. Enrique Guillén lo constató.

- La mejor tortilla de patata de Ricardo Malumbres no lleva cebolla, porque la tortilla de patata no lleva cebolla. Amén.

- Para estar limpio hay que ducharse entre 3 y 5 veces al día, dependiendo de los chombitos en la piscina y del esfuerzo físico que uno haga. Así lo cumple Dani Gascón.

- Ir al Pirineo con amigos "en plan detox" es la mayor mentira que nos podemos contar. Demostrado y experimentado por todos. 

Al año que viene más y mejor. Feliz mes de agosto.


miércoles, 3 de julio de 2024

El efecto Bali

 Cuando tenía 20 años, Bali era ese lugar al que todos queríamos ir alguna vez en nuestra vida para sentirnos como Shane Dorian surfeando en la mítica película En las manos de Dios. Llegar a playas desiertas cargando la tabla en una scooter de 50cc sin casco, alojarnos en un bote de pescadores locales fondeado en el reef donde rompen las olas, y recorrer los templos en chancletas el día que sale plato.

Como no podíamos hacerlo porque en los 2000 sólo iban a Indo los profesionales y algún cámara de revista como 360, Surfer Rule o Cutback, nos conformábamos con escuchar las historias que nos contaban Capi y Nacho cada verano en la Escuela Cántabra de Surf. 

La primera vez que pisé Somo fue con 16 años, en una casa que alquilaba mi amigo Roque con su familia el mes de Julio. Allí fue la primera vez que me puse un neopreno y entré al agua en un cursillo de una semana donde debuté cortando con la quilla a otro chaval al que pasé por encima en una espuma. Por las mañanas hacíamos surf y por las tardes íbamos a comer pipas y a patinar con el skate de Roque al bowling que había enfrente del rompeolas. Repetimos 3 años seguidos con su familia y cada verano se iban incorporando nuevos amigos al plan. Cuando ya teníamos 18, cambiamos las tardes de pipas por cervezas de trigo en el Australian bar, la única cervecería del pueblo donde acudían los mayores después del último baño del día, para tomar cervezas y ver vídeos de surf en el proyector. La gente iba descalza y en aquella época se podía fumar dentro de los bares. El sitio estaba decorado con tablas, una mandíbula de tiburón blanco y fotos de los monitores de la escuela en sus viajes por el mundo. Allí trabajaban sus novias poniendo pintas de cerveza y sirviendo hamburguesas con patatas fritas. El día que teníamos suerte se sentaban con nosotros Nacho o Capi y nos contaban alguna aventura de sus viajes a Indonesia en la temporada de invierno, cuando en Somo no quedaban ni las vacas. Roque y yo soñábamos con ir algún día allí para poder volver en verano con cicatrices del arrecife de coral y engrandecer esas historias como si fuéramos leyendas de la zona, pero teníamos que conformarnos con ahorrar lo suficiente como para poder seguir yendo a Somo 10 días al año. 

Con los años los padres de Roque dejaron de alquilar el apartamento en primera línea de playa y nosotros seguimos yendo cada mes de Julio al camping de Latas, un camping muy cutre donde muchas familias pasaban el verano en sus autocaravanas y dejaban una parte de la pradera para que los surfistas instalasen sus tiendas. Por las noches había cine infantil proyectado en el muro de la caseta y en el bar del camping se comía el menú del día, que casi siempre incluía fabes con chorizo. Al final de la esplanada del camping había un microbus camperizado que era donde vivían los monitores de la escuela durante los meses de verano. Por las noches se dormía pronto y a las 7 de la mañana casi sin hacer ruido, después de engullir unas galletas María y un Cacaolat, te ibas al agua cruzando el camino de eucaliptos que te llevaba hasta la playa. Todavía con marea baja, glassy y sin un pelo de viento. Con suerte no había más de 3 personas en el agua y uno de ellos era el de salvamento marítimo. A las 10, después del baño, íbamos al desayuno del camping, que consistía en leche fresca con magdalenas y tostadas XL de mantequilla y mermelada casera. Por el día nos quedábamos en la playa viendo los cursillos y aprendiendo a tocar la guitarra y por la noche volvíamos al Australian para escuchar historietas con una hamburguesa y una cerveza Hoegaarden que a mí me sabía a champú. 

Pasados algunos veranos dejamos de ir al camping de latas. Roque fue padre y yo cambié Cantabria por Hossegor. Hoy, mientras desayunaba, me ha salido un anuncio en Instagram del camping de latas (@latassurf). Ha sido imposible no entrar y pensar que me había equivocado de perfil. El bar del menú ahora es un puesto de poke bowls, paellas y good vibes. El rinconcito del cine a la fresca es una carpa para el DJ y la caseta de recepción un mini skate park. El letrero de la entrada, donde estaba la barrera, ya no dice "Bienvenidos al camping de latas", ahora se lee "Real Surf Culture", y el microbús de los monitores lo han cambiado por una pista de voley playa. Por las mañanas se hace Yoga SUP y por las tardes selfies. Las autocaravanas familiares son ahora Land Rover Defender con tiendas en el techo y la gente no va descalza, lleva Birkenstock. De pronto pienso que lo han conseguido, que ya no es necesario ir a Bali para hacer check en la casilla de "surf-trip". Que lo que nosotros soñábamos con las historias de Capi está ahora en formato cápsula en el camping de latas. Que las historias en el fondo han dejado de ser historias. Ahora son stories

Feliz Miércoles y larga vida al Australian.

miércoles, 12 de junio de 2024

Cada pequeña gran victoria

 San Marino es el último reducto de esperanza del fútbol. Esta república formada en el 301 d.C se encuentra entre las regiones italianas de Le Marche y Emilia Romagna y es el quinto país más pequeño del mundo. Con una población de 33.000 habitantes y una liga de fútbol compuesta por sólo 16 equipos, las posibilidades de formar un conjunto nacional pasan por elegir a los mejores de entre 30 o 40 jugadores, mientras que otros países lo hacen de entre millones. 

La selección de San Marino ocupa el puesto 210 del ranking FIFA y nunca ha ganado un partido oficial. El significado de la derrota para esta selección que no cuenta con ningún jugador profesional en su plantilla es totalmente diferente al que puede tener otra selección. Para ellos, cada partido es una oportunidad de demostrar tal y como dice su capitán, que el fútbol es de todos. Los obreros del fútbol se enfrentan en cada encuentro a jugadores de talla mundial que participan en la Champions League y en las grandes ligas europeas. Para San Marino cada gol es una victoria. Y lograr marcar en tres partidos consecutivos como han hecho en 2024, es toda una proeza. 

Ayer por la noche mientras veía "El espíritu de San Marino", el último episodio de Informe+, me preguntaba si esa pieza debería guardarla en mi carpeta de favoritos para enseñársela en un futuro a mis hijos. Aportar perspectiva a los logros y las derrotas es algo que siempre me ha fascinado y con lo que hoy en día estamos muy poco familiarizados. Ya no hay tiempo para la búsqueda ni para el análisis. El éxito o fracaso lo definen los resultados. Pero, ¿qué hay de todo ese camino hasta llegar al resultado? ¿Acaso no es igual de valioso? 

La selección de San Marino representa una gran conquista y un aliento de esperanza frente a la industria del deporte en general y el fútbol en particular, donde los grandes clubes y federaciones especulan con un negocio que pertenece cada vez más a los estados y las grandes élites. Un ejemplo de pundonor, esfuerzo y sacrificio en el nombre de un país. Tanto es así que cada vez hay más aficionados, especialmente en Italia, que se desplazan para animar a esta selección capaz de viajar 18 horas en autobús para disputar un partido en la otra punta de Europa. Será la nostalgia por el fútbol de antes, el apoyo a David contra Goliat, el equipo del pueblo o quizás la necesidad de emocionarse de nuevo con las cosas que aunque a priori nos parezcan pequeñas, con el tiempo descubres su increíble grandeza. 


martes, 7 de mayo de 2024

El miedo al miedo

Decía Jesús Terrés, autor de Nada importa, una gran verdad; "Hacemos las cosas que nos gustan porque nos vamos a morir". La pregunta del millón es ¿Cuándo decides hacerlas? y la respuesta es: cuando pueda, gracias.

La semana pasada comiendo con un amigo me decía que lo único a lo que temía era al miedo. Miedo al miedo, qué gran temazo. A eso le sumé que en mi opinión existen dos miedos. El bueno y el malo. El bueno es el que siento desde dentro, con las tripas. El que me hace estar alerta pero consciente cada día. El que me obliga a pensar en lo que tengo y lo jodido que sería perderlo. El que me estira de la camiseta y sacudiéndome me dice; mira bien esto y disfrútalo, porque puede ser que a partir de ahora ya no vuelva. 

El otro miedo es el malo. El que aparece sin avisar y para cuando quieres darte cuenta ya es tarde para reaccionar. El que una vez le ves la cara ya no se te olvida nunca. A diferencia del bueno, éste te reprocha lo que te has dejado por el camino y lo que podría haber sido si... Si le hubieses dicho lo que sentías, si te hubieras dedicado a otra cosa, si hubieras pasado más tiempo con ellos. Es el que te paraliza por completo y te dice que no lo intentes, que ya es demasiado tarde. El que te obliga a vivir atrapado en aquello de lo que huyes. El que te impide ver con claridad convirtiendo cada mañana en una neblina con ventisca. Es el que te impide disfrutar de esas pequeñas cosas que antes tanto te gustaban. El que describe a la perfección Dante Alighieri en su Divina Comedia cuando dice: "A mitad del viaje de nuestra vida, yo me encontré en un bosque oscuro, pues el camino derecho había perdido. "

Todos hemos estado o estaremos en ese bosque oscuro. Un lugar vacío, sin vida y carente de sentido donde no existe el espacio/tiempo y del que conviene salir lo antes posible. Un territorio sombreado donde los árboles son tan altos que apenas dejan pasar la luz y te convierten en un ser minúsculo. Para mí es la máxima expresión del miedo. Con mayúscula y en negrita. Encontrar el camino de salida no es sencillo y tampoco tengo la fórmula. Para eso ya están los tutoriales de Youtube o los libros de autoayuda. Yo a ese miedo le tengo muchísimo miedo y la única forma que conozco de combatirlo es la que me nace por instinto: probando, queriendo y luchando. O dicho de otra manera: sacando el machete y abriendo sendero. 

Feliz Martes.

viernes, 5 de abril de 2024

La Cofradía de sus amores

 El invierno existe para recordarnos que hay un verano inevitable a la vuelta de la esquina. Con sus días largos, sus noches cortas pero intensas y esa sensación de que todos los momentos son únicos e irrepetibles. Las siestas a la sombra de un árbol escuchando el zumbido de una mosca, los amaneceres frescos y los atardeceres a cámara lenta. Ojalá todas las estaciones fueran verano. Pero antes del verano, tenemos que sufrir un spoiler llamado primavera. Esa época del año tan poco noble predestinada al buen tiempo pero a veces caprichosa, que lo mismo te arruina las vacaciones con una borrasca que te azota con una ola de calor a principios de Junio, cuando todavía no están las piscinas abiertas ni el armario renovado. Te tienta con días soleados y tardes largas al aire libre cuando eres estudiante, pero en el fondo sabes perfectamente que donde debes estar es en la biblioteca. Si eres alérgico, los aperitivos en las terrazas tienen que ir acompañados de un sobre de antihistamínico si no quieres arruinarte lo que queda de día. Observas que cada vez anochece más tarde, pero todavía no ha llegado la jornada intensiva a tu oficina. Es todo un quiero y no puedo terrible. Si por mí fuera pasaría directamente al verano sin previo aviso. Con un pantone de piel azulado, especialmente esos primeros días en bermudas y manga corta, los dos kilos de más que arrastras desde las navidades y el bañador acartonado del verano pasado. Lo único que salva a la primavera es la Semana Santa.

Este año ha sido el primero que he podido disfrutar de unas vacaciones escolares de Pascua desde que dejé la facultad de económicas. Diez días de descanso donde se me ha olvidado hasta el código de entrada a la intranet del colegio. Una semana que empezó y acabó en Zaragoza, cerca de mi familia y amigos y llenándome de sensaciones que a pesar de ser cofrade desde el día en que nací, no había sentido antes. 

El Martes Santo porté un memento que pesaba mucho más de lo que me habían contado. Y no era sólo físicamente, también emocionalmente. El día que agarras esa cruz de madera y caminas de madrugada por las calles de la ciudad, te das cuenta de que nunca se deja de ser cofrade de La Piedad. Allí están tallados a mano los nombres de todos los que un día vistieron el hábito que llevas puesto y que de alguna manera hicieron posible que a día de hoy, casi un siglo después, todavía exista esta hermandad. Entre todos esos cientos de nombres que lucen esas 4 cruces estaban inscritos el de Quique, Tomás y mi abuelo Enrique. Tres personas de mi familia que se han marchado en el último año y que todavía siguen estando cada día en mis pensamientos, recuerdos y memorias. Sentirlos cerca durante unas horas, en silencio, con las pulsaciones disparadas y con mi familia al costado, fue un homenaje que llevaba meses esperando. 

El Jueves Santo cumplí una ilusión que me acompañaba desde bien pequeño, cuando veía a mi abuelo empujar acompañado por otros hermanos el paso de la Virgen de La Piedad por las calles del boterón hasta la Iglesia de San Nicolás. Era uno de los momentos que más le llenaban del año. La cofradía de sus amores, como dice mi amigo Jorgito Ara, le emocionaba hasta tal punto que con 82 años a sus espaldas seguía acudiendo a su cita con San Cayetano cada Jueves de Pasión. A lo largo de muchos años le hemos acompañado mi prima Inés, mi hermana Elvira y yo. Un año también se unieron mi prima Cristina y Rocío, y en los últimos años tocaba Tomás en la sección de instrumentos. 

Este año a las 00.00 del Jueves, en el lugar de mi abuelo estaba yo, portando a la Virgen con los ojos vidriosos y la piel de gallina. Una sensación muy difícil de describir pero que me hizo sentir muy feliz y que no olvidaré nunca. Estoy seguro que la misma que sentía mi abuelo. La mirada cómplice entre todos los capirotes, el sonido de los tambores, bombos y timbales acompañando a los cientos de hermanos que procesionaban por el casco antiguo, un largo suspiro mirando hacia arriba al mismo tiempo que agarraba fuerte el paso y pensaba que un año más nuestra Virgen de La Piedad estaba en la calle y que sin ninguna duda, ellos la acompañarán eternamente. 

Feliz Viernes.  

martes, 19 de marzo de 2024

Las propinas y los miserables

En la vida hay pocas cosas peores que ser un cutre. Una de ellas es ser un miserable. Caminar por la vida pidiendo dividendos a todo quisqui o como dice Marta D. Riezu en su libro Agua y Jabón, "El miserable (a diferencia del tacaño, que sufre en solitario) entorpece y amarga la vida a los demás por dos duros." Porque el miserable no sabe disfrutar, pero tampoco deja que los demás disfruten. Es el que repasa la cuenta para saber si alguien ha tomado un vino de más, el que se escaquea de pagar en los regalos comunes o el que vive en el bajo y no quiere pagar ascensor en los gastos de comunidad. 

En mi vida me he cruzado con varios y siempre me he jurado y perjurado no caer en la tentación de ser como ellos. La relación que uno tiene con el dinero es algo muy personal que posiblemente viene marcado por la educación que nos han dado desde pequeños. En mi casa siempre he visto que con amigos y familia no se discute por dinero, se invita y punto. Unas invitas y otras te invitan. Pero jamás he visto a nadie sacar la calculadora para ver lo que se ha pedido. A la hora de meterse la mano en el bolsillo para pagar la cuenta, mi abuelo parecía rescatado de un Western americano. Mi padre es de los que se acercan discretamente a la barra y pagan lo que se debe antes de que la cuenta llegue a la mesa. Ambas son técnicas muy diferentes pero igual de resultonas. 

Ocurre algo parecido con las propinas. Estoy cansado de escuchar vulgaridades como "a mí no me dan propinas por mi trabajo" o "si tuviera que dar propinas a cada uno que hace bien su trabajo estaría arruinado". Las propinas no se dan porque sí. Para mí son una forma de estar en el mundo. La propina a un taxista cuando redondeas el importe es una forma de decir "gracias por ayudarme a sacar la maleta o darme un buen consejo de la ciudad". La propina cuando te traen la compra a casa (sí, hacemos una compra gigante al mes), es una forma de decir, "gracias por echarme una mano metiendo las bolsas hasta la cocina". Y la propina cuando pagas el café en el bar de siempre es una forma de decir "acuérdate de mí si un día te pido mesa y tienes todo reservado". A mí me encanta esa forma de transacción. La encuentro simpática, humana y muy propia de países mediterráneos. Nadie puede pensar que es arrogante dar pequeñas propinas por la vida. Sin embargo el ritmo de vida al que estamos enchufados en las ciudades está consiguiendo que nuestra relación con el dinero y las personas sea muy diferente. Reservar taxis por cabify, pedir comida por glovo o dejar propinas en forma de review en Google porque así lo prefiere el propietario del local. 

Me he vuelto un poco "malote" y como respuesta a este frenesí tecnológico he decidido volver al cajero e ir por la vida con cash en el bolsillo. Estoy de acuerdo que es sucio, poco práctico y que favorece la economía sumergida. Además huele a trapi que mata. Pero tengo que reconocer que hay pocos gestos más honestos que meterse la mano en el bolsillo para dar una propina. Sea del importe que sea, alguien que da propinas, no puede ser un miserable. 

Feliz Martes 



martes, 30 de enero de 2024

Historias alrededor de una mesa

Hace unas semanas y por pura coincidencia, estuvo comiendo en casa de mis padres mi amigo Sarp. Él iba a Zaragoza por motivos profesionales y yo de visita familiar. Verse era la mejor excusa para sentarnos alrededor de una mesa y poner en práctica uno de esos rituales que tanto le gusta a mi familia; disfrutar de un ternasco al horno y un buen vino compartiendo grandes historias desde el aperitivo hasta la sobremesa. De pronto la mesa se convierte en un simposio de aromas a jarrete asado, gran reserva y tomate fresco. No tardaron en llegar los clásicos indispensables en un reencuentro. Esas anécdotas que conservamos desde aquel viaje universitario a Croacia y Eslovenia, donde nos conocimos Sarp, Ozan y yo con apenas 22 años. 

Desde entonces hemos forzado multitud de reencuentros en diferentes idiomas y países, posiblemente fruto de nuestro camino por la vida. Madrid, Sevilla, Milán, Zaragoza, Londres, Barcelona y Estambul. Nos conocimos en inglés, pero poco a poco esto fue cambiando especialmente con Sarp, que se enamoró de la cultura española y aplicó para cursar un año de Erasmus en Sevilla. Siempre recordaré cuando fui a visitarlo y me lo encontré en el bar donde habíamos quedado hablando un perfecto español con acento andaluz. Era un acento muy pausado y algo aspirado, como es él. En ese momento yo tenía una novia francesa que chapurreaba español y durante una semana en Sevilla hablamos en un dialecto muy extraño que combinaba el inglés, el español andalusí y el chapurreao transalpino a partes iguales. 

Al año siguiente vinieron Sarp y Ozan a mi casa a pasar las navidades y descubrieron que en mi familia la nochebuena no sólo es un motivo de celebración religiosa, sino de algo más grande: es una exaltación de la vida. Y cuando empezamos no sabemos parar. Comenzamos bendiciendo la mesa y terminamos bailando una conga improvisada con los vecinos argentinos del piso de arriba en Gran Vía, a los que también les encantaba celebrar la vida a tragos. La escena parecía sacada de un film de Francis Ford Coppola. Turcos, españoles y argentinos salíamos por la puerta de un octavo piso cogidos por la cintura y entrábamos por la puerta de servicio de la séptima planta mientras sujetábamos un pitillo y una copa de champán. La casa se llenaba de fiesta, de música y de bailes hasta bien entrada la madrugada. Cabían todas las generaciones. En mi familia todo el mundo era bien acogido siempre y cuando trajera consigo la mejor de las actitudes y una buena historia que contar. Desde ese día y hasta hoy, no hay nochebuena en la que no me escriban para felicitarnos la navidad y la buena vida a toda la familia. 

Dos veranos después, mi amigo Roque y yo planeamos una visita a Turquía para recorrer juntos una parte del país durante 15 días. El viaje empezó como empiezan las grandes aventuras. Descubriendo su vida nocturna guiados por Ozan y dos amigas suyas que nos esperaban en la terminal del aeropuerto de Estambul. Cerramos los bares al amanecer y con la maleta en la mano cogimos un taxi compartido rumbo de nuevo al aeropuerto para volar hacia Ankara. En ese taxi con más de 10 personas que iban subiendo por el camino pasaron dos cosas que marcaron mi recuerdo del viaje para siempre: la primera fue capturar los primeros rayos de sol iluminando el Bósforo mientras atravesábamos el estrecho de Estambul dejando atrás Europa para adentrarnos por primera vez en Asia. La segunda, y bastante condicionante para el resto del trayecto, fue descubrir al bajar del taxi que le habían robado las gafas de ver a Roque mientras dormíamos la mona en los asientos traseros. Esto me convirtió en su lazarillo durante las próximas dos semanas que duraría el recorrido. Presenciamos unas elecciones generales en Ankara, viajamos más de 20 horas en autobús hasta Bodrum dejándonos tirados en una aldea del desierto de Nazzili porque nuestro billete no cubría el viaje entero. Nos agujereamos la oreja en un puesto de la calle Taksim y perdimos el vuelo de vuelta a España por haber estirado la noche más de lo que debíamos.

Pero las mejores historias llegan siempre al final. Con los postres y el café recordamos la navegada de 2016 cuando cruzamos desde Cambrils a Ibiza en un velero de 36 pies capitaneado por un skipper de 55 años con delirios de "bajeza". La verdad que esto daría para otro capítulo, porque nos jodió las vacaciones a todos, pero nos regaló algo que hoy en día vale su peso en oro: un buen puñado de historias para una larga sobremesa.

Feliz martes.


sábado, 27 de enero de 2024

Disfruten lo votado

 Esta semana descubrí en clase lo que era el unicornio dorado del Gobierno de Sánchez. El famoso "Bono Cultural Joven" que tanto trae de cabeza a una gran parte de la derecha de nuestro país. No me refiero a su fin en concreto, sino al verdadero uso por parte de la mayoría de los jóvenes en España. 

En un intento por fomentar la cultura entre los chavales de 18 años, Pedro Sánchez hizo de nuevo uso de su Manual de Resistencia destinando 112 millones de euros a un plan que tenía un triple objetivo según la Moncloa: ofrecer a quienes cumplen 18 años un impulso económico para descubrir la cultura, generar hábitos de consumo de productos culturales entre la juventud y revitalizar el sector cultural en España, duramente castigado por la pandemia. 

Lo cierto es que en España el papel lo aguanta todo, pero lamentablemente esto no es el cuento de Pedro en el país de las maravillas, donde nuestros jóvenes hacen fila para entrar en los teatros, renuevan anualmente sus suscripciones de prensa digital, se agolpan en las librerías para comprar el último Best Seller o llenan las salas de conciertos obligándoles a colgar el Sold out cada fin de semanaAquí, tristemente, lo único que renuevas a los 18 años es la suscripción al paro. Y el único género literario que conoces sin la necesidad de haber leído ningún libro es la novela picaresca. 

Pero vamos al turrón. En primer lugar la mayoría de los chavales se está fundiendo los 400 euros en gamming. Sí, una empresa de la industria de los videojuegos también puede adherirse al plan del Bono Cultural. No nos olvidemos que en España se venden más sillas de gammer que libros de texto. Otra gran parte de los jóvenes está revendiendo en wallapop los productos que compra en los comercios adheridos al plan. Entradas a festivales de música, cine, teatro o espectáculos también entran en esta categoría. Y después está el perfil más interesante y el que realmente me hizo pensar que el problema de nuestro país no es que a la gente le interese más o menos la cultura, sino que todo subyace en la educación. Y la educación, por mucho informe Pisa que quieran vendernos, tiene su origen en las casas. "De casa se viene educadito" escuché el otro día que le decía una profesora a un alumno. Y no puedo estar más de acuerdo. Resulta que hay un amplio número de padres y madres que en su afán de ser jóvenes otra vez, utilizan el Bono Joven Cultural de sus hijos para darse caprichitos como subscribirse a plataformas de entretenimiento, comprarse una tableta electrónica, y algunos por qué no, actualizar su fondo de armario en la sección de videojuegos. 

Cuando me contaban todo esto en clase lo hacían entre risas y carcajadas. Sacaban pecho de "hackear" al sistema y al Gobierno de Pedro Sánchez hasta el punto de que uno de ellos, alardeando de ser el alumno aventajado de la clase y sin haber ejercido todavía su derecho a voto en unas generales, sacó su Bono Cultural Joven de la cartera y enseñándolo con sorna al resto de sus compañeros dictó su sentencia diciendo: "Y ahora, disfruten lo votado."

Feliz lunes.

 

martes, 16 de enero de 2024

La sombra del pino

La sociedad en la que vivimos ha convertido el aburrimiento en una especie de estafa vital de la que todos queremos escapar. Por suerte o por desgracia, a lo largo de los años he ido desarrollando mis propios mecanismos para afrontar ese temor al tedio que me ha acompañado desde bien pequeño. Digamos que para aprender a no aburrirse, es necesario en primer lugar aburrirse. Lo que ahora se soluciona colocando una tablet entre las manos, antes requería de ingenio. Tenías que apañártelas con lo que había a mano. Y si no encontrabas nada, te tocaba buscarlo.

Mi primer debut con el aburrimiento, o al menos del que yo tenga recuerdo, llegó con 5 años en Biescas mientras esperaba a cumplir con las 2 horas de digestión a la sombra de un pino sin poder entrar en la piscina. Tener un padre médico tiene muchísimas ventajas, pero también algún inconveniente. Recuerdo ver cómo todos mis amigos se tiraban de golpe, haciendo piruetas, sin ducharse ni mojarse la nuca y los tobillos previamente, tal y como nos habían enseñado en casa a mi hermana y a mí. Entrar en la piscina después de hacer la digestión se convertía en una actividad delicada que tenía su propio manual de instrucciones. 

Pronto aprendí que el tiempo pasa volando y que no quería ser un espectador de los mejores momentos del verano, que curiosamente siempre eran en la piscina y justamente después de comer. Durante esas dos horas se aprendían los mejores saltos y volteretas, se jugaban las mejores partidas de waterpolo y se patentaban nuevos juegos como el "escalera a escalera" que más tarde me enteré que heredaron generaciones futuras de la urbanización. Una tarde, justo cuando terminé de comer y la piscina empezaba a ser el epicentro de la diversión, mientras mi padre jugaba al mus y mi madre se quedaba a la sombra del pino con mis tías, decidí poner punto y final a la amarga espera de cada día. Y así es como ví una bicicleta roja de dos ruedas apoyada en un banco y tomé la decisión de intentar aprender a andar en bici de forma autodidacta, o más bien por imitación. Había otro niño que ya sabía hacerlo y seguramente también era hijo de algún médico porque estuvo subiendo y bajando la rampa durante dos horas, el tiempo exacto que dura una correcta digestión. El resto del relato no lo puedo recordar con exactitud, pero sí que me han contado que dos horas después, con las rodillas llenas de heridas y la dopamina como si me hubiera bebido dos litros de coca cola, corrí hasta la mesa donde mi padre se estaba jugando el último coto de la partida, con un puño en alto, la sonrisa de alguien que ha vencido y la frase que marcó mi verano de 1990: ¡Papá, he aprendido a montar en bici!

A pesar de la épica y una vez ya pasados los años, nunca he sido un gran aficionado al ciclismo. Sin embargo sí que seguí respetando con más o menos cautela el periodo de reposo de 2 horas de digestión hasta los 27 años, en mi viaje a Mexico. Estaba en Oaxaca con 4 amigos de California que había conocido surfeando en Barra de la Cruz. Después de un viaje de 3 horas atravesando dunas en su jeep llegamos a una bahía escondida donde rompían derechas e izquierdas perfectas y además había algo muy importante; una palapa donde la señora cocinaba el marisco fresco que había pescado su marido esa misma mañana. Tenían un arcón repleto de hielo picado y botellines de Corona. Compartimos un pescado "a la diabla" que era similar a un lenguado gigante con frijoles, lima, mango, cilantro y salsa de chile picante. En los postres la marea empezó a bajar y comenzó a formarse una ola que rompía perfecta a escasos metros de la orilla. Mis 4 nuevos amigos se levantaron de golpe de la mesa, le pegaron un último trago a la Coronita (Corona en Mexico) y desaparecieron remando hacia el pico entre gritos y euforia. En ese momento, con 27 años, me vi de nuevo a la sombra del pino, perdiéndome lo mejor de la tarde mientras moría de aburrimiento haciendo la maldita digestión. Así que me levanté, cogí la tabla y entré en el Pacífico poco a poco, mojándome la nuca y las muñecas primero, refrescándome la tripa después y finalmente hundiendo la cabeza por debajo de una ola mientras dejaba atrás los veranos a la sombra de un pino que tantos años me habían acompañado desde pequeño. 

¡Feliz Martes!



miércoles, 3 de enero de 2024

Ni Houdini

A veces tienes que retroceder para poder avanzar. Este 2023 me ha obligado a volver atrás para ver con más detalle de dónde vengo, dónde he estado y cómo he llegado hasta aquí. He puesto los pies en la tierra un tiempo para reflexionar mucho sobre lo que realmente importa en la vida. He aprendido que lo único importante en el camino son las personas y que tristemente no podemos elegir cuando llegan ni cuando se van. 2023 me ha mostrado el lado más duro de la vida, enseñándome a relativizar lo inevitable y a crecer diciendo "te quiero" muchas veces a mucha gente. 

2024 ha empezado en un teatro, a oscuras y vestido con un antifaz y un sombrero de papel maché. Sujetando con una mano una copa de cava y con la otra agarrando la cintura de Carla. Aunque contado así podría parecer un roleplay de BDSM o un room scape de la película Eyes Wide Shut, el espectáculo se llamaba "Nada es imposible" y el protagonista no era Tom Cruise ni Nicole Kidman, sino Antonio Díaz. Culturalmente conocido como el Mago Pop. 

El unboxing de este nuevo año era una declaración de intenciones en toda regla: Dream Big or Go Home. Y así comenzó un show de dos horas y media que tuvo incluso a Ramón Mirabet y su coro como teloneros de la noche interpretando su Home is where the heart is. A diferencia de Carla, yo disfruto mucho siendo engañado. No pongo el más mínimo interés en descubrir dónde está el truco. Conecto el piloto automático de "creer" y mi cerebro se transforma en una "máquina tragabolas" perfectamente engrasada. Por unos instantes quiero pensar que ese tipo está volando sobre nuestras cabezas, que la gente desaparece en el escenario y que las personas elegidas entre el público son fruto única y exclusivamente del azar. En el maravilloso mundo de la magia del Mago Pop no hay cabida para lo imposible. Bueno, salvo una cosa. Y es que lograr que 2.000 espectadores te presten atención en fin de año a las 00.00 en España es un reto difícil de asumir. No importa que tu show se llame "Nada es imposible" y llenes el teatro Victoria en la última noche del año. Da igual que tengas un documental en Netflix, hagas Sold Out en Broadway o seas el ilusionista más taquillero del mundo. No hay ningún conejo ni ninguna chistera que pueda con el FOMO de un español cuando están sonando los cuartos en la Puerta del Sol. Porque por mucha mierda que haya tragado uno durante el año, despedirlo con 12 uvas mientras suena Rafael y Mecano de fondo es una ilusión que no se la salta un torero. Y eso Antonio lo sabía, que por algo es mago. Por eso fue astuto y a las 23.55 detuvo el show, colocó una bolsa de cotillón en cada butaca, repartió una copa de cava a todos los asistentes y conectó en directo con la realidad para complacer al público con el mejor truco de la noche: contar los últimos 12 segundos de 2023 y dejar que nos ilusionemos con que este nuevo año, será un año mejor para todos.